«En lugar de policías de proximidad, bien formados y atentos a la comunidad, recibimos comandos y papeles de autoayuda. Esa es la definición perfecta de la descomposición institucional: intimidación sin protección, espectáculo militar sin eficacia real».
El jueves pasado escribía plácidamente en el estudio de mi casa cuando golpearon a la reja de entrada de mi casa. No tocaron el timbre; eran golpes en la reja de la calle, insistentes. Abrí la puerta y lo primero que veo es a dos soldados en traje de campaña, con un fusil de asalto en ristre. A su derecha, tres policías y, en medio, casi inadvertida, una mujer a la que apenas escuchaba en mi azoro. Cuando pude entender lo que decía me enteré de que aquella escena no pretendía ser un acto de intimidación, sino que era parte de una campaña para demostrarle a la ciudadanía que la Alcaldía de Coyoacán se preocupaba por la seguridad y que estaban en una «jornada de territorialización casa por casa» (sic) con la colaboración de la Marina Armada de México. Tal vez la cercanía con los canales de Xochimilco justifica que marinos armados hasta los dientes lleguen a las casas de los vecinos a mostrar su poderío y su disposición a lidiar con el crimen. Desde luego increpé al comando que estaba ante mi casa. Les dije que era una barbaridad que llegaran a las casas de la ciudadanía con armas largas y en uniforme de campaña, que era intimidante y una escena propia de la película 1985, sobre la dictadura argentina, o de la extraordinaria brasileña Aún estoy aquí, remembranzas de los horrores de las dictaduras militares latinoamericanas.
En México, al menos desde la década de 1950, el Ejército salía puntualmente a la calle a hacer sus tareas represivas, pero no andaba alegremente por la calle con rifles de asalto para mostrar su entrega a la causa de la seguridad ciudadana. A mí, al menos, me parece intolerable que en una democracia constitucional los milicos muestren su capacidad intimidatoria por las calles donde circulan niños, ancianos, madres que van al pan. Y es que se me olvida que este país está dejando ya de ser una democracia constitucional, algo que apenas comenzaba a ser. Lo que más grima me dio fue ver que la visión militarista de la seguridad no es exclusiva de la coalición reaccionaria que controla el Gobierno federal y que cada día le da más facultades propias del servicio civil a las Fuerzas Armadas, al grado de que, en el programa sectorial de defensa, se dice que los agentes de la Guardia Nacional serán expertos aduanales. Coyoacán está gobernado por un Alcalde supuestamente opositor, que, sin embargo, asume con entusiasmo que la seguridad ciudadana es cosa de soldados, no de policías civiles bien formados, con conocimiento de sus territorios de trabajo y cercanía con la ciudadanía.
Que los funcionarios de Coyoacán vean como algo normal tocar las puertas de los vecinos con comandos como si fueran a combatir al enemigo me parece aberrante, pero lo hemos normalizado desde hace años. Primero, como parte de la infausta guerra de Calderón, con aquel despliegue espectacular de soldados en retenes improvisados, revisiones arbitrarias y cateos sin orden judicial. Y ahora como práctica cotidiana de un Estado claramente militarizado, donde los uniformados han dejado de ser una fuerza excepcional para convertirse en el rostro mismo de la administración pública.
Lo peor del caso es que, después de semejante despliegue de marinos y fusiles, la funcionaria que los acompañaba me entregó un folleto. No era más que un listado de recomendaciones elementales para que los ciudadanos se cuidaran a sí mismos: cerrar bien las puertas, desconfiar de los extraños, reportar cualquier incidente. Ridículo. En lugar de policías de proximidad, bien formados y atentos a la comunidad, recibimos comandos y papeles de autoayuda. Esa es la definición perfecta de la descomposición institucional: intimidación sin protección, espectáculo militar sin eficacia real.
La paradoja es que este país, con su historia de autoritarismo civil, parecía haber encontrado en la transición democrática un camino para construir policías profesionales, con mando civil, con formación comunitaria. Pero lo que se impuso fue lo contrario: la renuncia de la clase política a construir instituciones civiles y la entrega cada vez mayor de funciones al Ejército. Hoy, las Fuerzas Armadas no sólo están a cargo de la seguridad pública. Son administradores de aduanas, constructores de aeropuertos, operadores de puertos, empresarios turísticos, custodios de carreteras.
Con tal de controlar el poder efectivo, los mandos castrenses se hacen de la vista gorda cuando en el Senado de la República se lleva a cabo una sesión solemne para conmemorar el asalto guerrillero al Cuartel Madera, en septiembre de 1965, hecho que le dio nombre a la Liga Comunista 23 de Septiembre, un acto de violencia política que, por más justiciero que se pretendiera, no puede ser parte de la memoria heroica de una democracia constitucional. Pero los actuales mandos militares no se sienten afrentados, mientras tengan los negocios jugosos que les otorga su papel de gestores de megaproyectos y de tareas sustanciales de la administración pública, como puertos, aduanas, aeropuertos y demás sitios donde haya posibilidades de captura de rentas.
En esa medida, las Fuerzas Armadas han dejado de ser un instrumento subordinado al poder civil para convertirse en un actor con intereses propios. La “territorialización casa por casa” en Coyoacán es apenas una anécdota que muestra hasta qué punto hemos normalizado lo que debería resultarnos intolerable. Que los marinos anden por las calles en uniforme de campaña y con rifles de asalto no es un detalle folclórico: es la representación viva de un Estado que confunde la seguridad con la intimidación, la ciudadanía con la sospecha, el espacio público con el teatro de operaciones.
La militarización no llegó con la Cuarta Transformación, pero bajo este Gobierno ha alcanzado un punto de no retorno. Y si las élites políticas locales, como en Coyoacán, también la reproducen con entusiasmo, el mensaje es claro: estamos ante una democracia que ya no se piensa como civil, sino como militarizada. Y eso es, ni más ni menos, la carcoma que corroe las bases de la democracia constitucional.
De esto trata también el número tres de la Revista El Diluvio, dedicado a la violencia como riesgo para la democracia. En sus páginas publicó un ensayo sobre el avance militarista, sobre cómo el lenguaje de la guerra, el despliegue de uniformes y la captura de rentas por las Fuerzas Armadas se han convertido en parte estructural del régimen. No es un tema menor ni pasajero: es la advertencia de que la democracia mexicana está siendo minada desde sus cimientos por un poder que, lejos de estar subordinado, se ha vuelto autónomo, expansivo y voraz.
Fuente: sinembargo