La calidad de nuestra conversación pública

"Las dinámicas familiares y comunitarias se trastocan, la convivencia forzada y permanente agudiza la violencia doméstica, resquebraja la empatía, genera mayor desesperación y desesperanza".

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La conversación pública ha tenido un cambio radical en el contexto de pandemia. El derecho a la libertad de expresión y a la participación política han encontrado un enorme catalizador en las redes sociales. La veeduría pública ha aumentado. Pero ¿eso ha mejorado la calidad del debate? Desde la perspectiva democrática y derechos fundamentales es mejor (y necesario) que más voces se incorporen para manifestarse sobre la cosa pública. Eso es indudable y hay que procurar que se sumen más. Pero si nos aproximamos a la construcción de tejido social a través de dicho debate, desde la ética pública, podemos tener algunas consideraciones o coordenadas que nos marcan aspectos preocupantes y también oportunidades.

En primer lugar nos podemos referir a lo que se califica como la condición psicosocial del debate público. Slavoj Zizek, en entrevista con El País, habló de las tres crisis que se desarrollan en este contexto de la COVID 19. La primera, la de salud: la segunda, la económica; y la menos visible pero igual de severa, la psicológica. De entrada, el confinamiento ha provocado el cambio radical de nuestra cotidianidad. Para quienes pueden quedarse desde casa trabajando (un verdadero privilegio en México y buena parte del mundo), la situación psicosocial no es buena; para quienes tienen que ganarse el pan fuera de casa, es peor ante la amenaza atroz de morir de COVID 19 o morir de hambre.

Las dinámicas familiares y comunitarias se trastocan, la convivencia forzada y permanente agudiza la violencia doméstica, resquebraja la empatía, genera mayor desesperación y desesperanza. Las niñas y niños han perdido momentos únicos de sus vidas, no solamente en términos de su desarrollo intelectual, sino de convivencia social. Y las escuelas siguen sin ser prioridad. Las madres trabajadoras -derivado de roles y estereotipos de género enquistados- realizan en sincronía el trabajo remunerado y no remunerado que antes desarrollaban en diacronía.

No hay prospectiva clara de futuro y nuestros líderes políticos están en el ensimismamiento absoluto, llamando a más y más confrontación, a continuar una guerra absurda que en México es digital pero también real: cobra vidas y provoca dolor desde hace 15 años. En suma, la política como extensión de la guerra por otros medios.

Un año después, la situación sanitaria es peor, con “mesetas” en el ritmo de contagios que no logran bajar a su mínima expresión, siempre con amenaza de que vengan más “olas” de infecciones. La vacuna, ese elixir que nos abre la puerta a la “normalidad”, está siendo acaparado por los “ganones” de siempre y está sujeta a la grilla de los políticos de siempre. Aún así la salida es -en realidad- la entrada a una crisis económica que ya está en proceso, lenta pero implacable, socavando las posibilidad de desarrollo de nuestras sociedades de suyo desiguales.

En segundo lugar podemos hablar de la calidad de la información. La desinformación campea abonando a más polarización y más frustración ante un futuro que se vislumbra inasible. Desde varios frentes nos bombardean con información no verificada e intencionada para causar daño al oponente político o social. La responsabilidad de las autoridades sobre estos mecanismos es doble. Ante la desinformación de fuentes privadas, la fórmula puede ser más y mejor información pública. Pero ante la desinformación pública podemos quedar inermes si no es por la acción social que visibiliza las inconsistencias mediante el contraste y verificación. Al final la desconfianza en instituciones (cualesquiera) se incrementa y eso disuade la participación pública en temas de interés social.

Un tercer elemento es la dinámica propia de un debate que parte de la descalificación y anulación permanente de la otra/otro. En el “ágora”, la plaza pública, la cosa no es mejor, es nuestra ruta de escape a una situación de encierro físico y psicosocial angustiante. Y más bien parece un vertedero de nuestras frustraciones. No es que antes de la pandemia nuestra conversación fuera completamente sana, respetuosa y empática. Pero precisamente la pandemia y la crisis económica abonó al empeoramiento de dicha conversación pública tóxica.

No me decanto por la “corrección” política para tener un “derecho  a discutir”, en estricto sentido, bajo la perspectiva de la libertad de expresión, la estridencia, mordacidad y hasta la ofensa es parte tolerable de la manifestación de ideas. Pero acá lo que está en juego es una ética pública que nos permita conocer y escuchar a la otra/otro/otre. Si a eso sumamos la manipulación y la distorsión de la realidad por las autoridades y otros actores de poder quienes tienen un megáfono para amplificar su mensaje, se agudizan las brechas de entendimiento.

Con esto no quiero decir que se dejen de lado la visibilización de las asimetrías de poder, de las condiciones de opresión que han aquejado a millones de personas por ser quienes son o por pensar como piensan. Internet, y en particular las redes sociales, han potenciado la capacidad de hacer escuchar las voces de quienes antes estaban invisibilizadas/os. Aun así, persisten condiciones de marginación que no permiten el acceso universal a Internet y que no permite escuchar con mayor amplitud las demandas y exigencias históricas de sujetos históricamente excluidos.

La capacidad de dirimir esas diferencias, en la posibilidad de deconstruir la hegemonía machista, clasista, racista, que se necesita más y mejor conversación, no menos. Pasar del hablar al hablarnos, del soliloquio al diálogo. Y ahí no ayudan el encierro físico, moral y mental, aunado a la desinformación y manipulación desde los poderes públicos y fácticos. Pero, paradójicamente, hoy tenemos la oportunidad para construirnos algo mejor, para pensar y soñar en ese mundo que lxs zapatistas soñaron: “un mundo donde quepan muchos mundos”. Si nos hemos encontrado en esa nueva ágora para anularnos podemos ahora hacerlo para re-construirnos. Sin dejar de lado que tenemos como telón de fondo profundas estructuras de opresión y que a partir de la indignación ética contra dichas estructuras es que tenemos un deber ético de escuchar al otro/otra/otre.

Jaques Derrida, uno de los filósofos más brillantes e influyentes del siglo XX, nos recuerda la hospitalidad como la apertura a la alteridad (el otro/otra/otre), no como “buen sentimiento” sino una opción radical por la otra persona. Va más allá: yo no puedo ser sino en la medida en que la otra persona haya irrumpido en mí, en que me abra a la otra persona.  Creo que la clave en el cambio de un sistema  injusto está precisamente en reconocer a las otras personas en su diferencia. También denunciar los intentos de manipular esas diferencias por actores de poder (privilegiados) con fines e intereses particulares, que no abonan al bien común. Nada fácil, cierto Pero los espacios de discusión no son “buenos” o “malos” per se, se van decantando por sus caracteres más oscuros o luminosos dependiendo de como los usemos.

Fuente: sinembargo

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