El domingo acudí dos veces a votar. En la primera las largas filas me obligaron a interrumpir mi propósito, pues tenía una cita con Sergio Sarmiento y Lupita Juárez para hablar en su programa de radio acerca de la jornada. En el segundo intento tuve más suerte, si bien implicó casi dos horas de fila. Todos mis vecinos son cordiales, amables, correctos. Los funcionarios de casilla en la actitud ejemplar que siempre los caracteriza, yo digo que son el verdadero ejército de la democracia.
Voté una parte con el corazón, otra con el estómago y otra con el cerebro. Hay personajes cuya mera presencia en la vida pública me parece invaluable, indispensable: tal es el caso de la maestra Ifigenia Martínez, icono de la izquierda y sus luchas democráticas, mujer ejemplar, y ojalá futura diputada federal. En otros casos sí medité mucho mi voto, poniendo pros y contras en la balanza. Y el estómago intervino en algunas otras boletas en las que simple y sencillamente me dijo que NO podíamos votar por uno que otro personaje tóxico y nocivo.
Hubo gran afluencia en mi casilla, gran civilidad también, pero me equivocaría yo si pensara que ese microcosmos urbano y próspero es un reflejo de la realidad nacional. Si algo he aprendido con los años es que nuestro país no solo es diverso en el sentido romántico y casi folclórico que algunos le dan a la diversidad, sino en los hirientes abismos de desigualdad, de carencias, de marginación y explotación cotidiana.
Tal vez porque me tocó vivir de niño en varios lugares ajenos al mío, tuve que aprender (a cocolazos a veces) a tratar de entender a mis nuevos entornos y adaptarme a ellos. Eso lo obliga a uno a la empatía no solo como vocación humanista sino como herramienta de supervivencia, y eso nos forma (o no) para tratar de ver más allá de nuestra burbuja, de nuestras cámaras de eco.
Les cuento esto, queridos lectores, porque hoy, después de una jornada electoral en la que millones de ciudadanos acudieron a votar, en que muchísimos otros fueron funcionarios de casilla, en que tuvimos saldo blanco y en que los resultados fueron aceptados por prácticamente todos los actores políticos, cabe preguntarse qué es lo que sigue. No para la próxima presidenta de México, Claudia Sheinbaum, sino para quienes vimos los encontronazos entre amigos, familiares y conocidos, las palabras de odio y descalificación en las redes y en las conversaciones, las relaciones rotas o interrumpidas, o simplemente deterioradas más allá de cualquier posibilidad de remiendo.
¿O no? ¿Será que me equivoco y que sí podemos restablecer el diálogo, el respeto, la civilidad? ¿Será que podemos dejar a un lado a los políticos profesionales y a los atizadores de odio en los medios y las redes? ¿Qué podemos reconocernos como personas dignas de respeto, tolerancia y empatía?
Yo me he propuesto hacer mi parte: ni burlas ni ofensas a quienes perdieron, ni agravios e infundios a quienes participaron. Tolerancia, empatía, respeto a las opiniones diferentes, puentes, puentes y más puentes de diálogo con quienes están a nuestro alrededor.
Las elecciones terminaron. La vida y la convivencia tienen que continuar, para que todos ganemos.
POR GABRIEL GUERRA CASTELLANOS