Excesos y fortunas de los hijos de Isabel II

Un libro desvela las contradicciones y los caprichos de Carlos y Andrés de Inglaterra

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“Dice mucho acerca de un país que utilice términos como Moneda Real y Deuda Nacional”. La frase pertenece al periodista y político radical británico William Cobbett. Y le viene como anillo al dedo al autor de …and What do You do? (Y tú a qué te dedicas), Norman Baker, para encabezar uno de los capítulos. Porque el libro de este exdiputado liberal demócrata que llegó a formar parte del consejo privado de la reina Isabel II es un demoledor análisis y una enmienda a la totalidad de las finanzas, los gastos y la escasa transparencia de la casa real del Reino Unido. Que tendrá poca repercusión, todo sea dicho, en un país en el que los asuntos de palacio se airean con libertad, a condición de que cuando el polvo se asiente se esconda discretamente bajo la alfombra.

«Y luego están los palacios. España, Holanda o Dinamarca se las arreglan cada uno con un par de ellos. Nuestra familia real ocupa 15 residencias propiedad del Estado, sin contar con los palacios propiedad privada de Balmoral o Sandringham, o los que posee el ducado de Cornualles, a los que también aportamos en algún grado», explica el autor en sus primeras pinceladas, para situar en contexto el asunto.

El libro de Baker debe leerse sin pensar en su autor, un político protestón y combativo que alcanzó a ocupar puestos de Gobierno durante los años de coalición entre conservadores y liberal demócratas y de quien el primer ministro entre 2010 y 2016, David Cameron, llegó a decir que era “el tipo más molesto de todo el Parlamento”. Pero hace su tarea, con un repaso exhaustivo de los orígenes y dispendio de la fortuna real y de la porción de presupuesto público que recibe. Sus favoritos son el príncipe Carlos, actual heredero al trono, y su hermano, el príncipe Andrés.

Todos los logros alcanzados por el primero en la lucha contra el cambio climático se transforman en un ejercicio de hipocresía cuando se conocen sus costumbres viajeras o sus arbitrarios caprichos. “Cuando llegó a Isla Victoria en su visita oficial a Canadá, el príncipe se enfureció al saber que su mayordomo había olvidado su calzador favorito [calzador de zapatos, sí] en la parada anterior, en Winipeg. La respuesta fue un jet de las fuerzas aéreas canadienses. Recorrió 1.600 kilómetros de queroseno quemado alegremente, sin pasajeros a bordo, y fue recibido en el aeropuerto por un convoy policial, todo para que Carlos recuperara su preciado objeto”.

La incoherencia y altivez del príncipe de Gales cuando se trata de gastar dinero o de recibirlo se convierte directamente en arrogancia en el caso de su hermano, el duque de York. Oficialmente, recibe una provisión anual de la reina de 290.000 euros, junto a la pensión de 23.000 que le reportan sus años en la Armada Real. Explican difícilmente los 15 millones de euros que, en estimaciones de mercado, les costó a él y a su entonces esposa, Sarah Ferguson, el chalet de Verbier, en los Alpes suizos. O los 8,6 millones destinados a reformar su residencia habitual en Windsor Great Park.

En su calidad de Representante Especial para el Comercio y la Inversión del Reino Unido, el puesto que se diseñó para que ocupara su tiempo acabado su glorioso aunque breve papel militar en la Guerra de las Malvinas, Andrés ha dejado un rastro de escándalos y operaciones turbias. Entre noviembre de 2001 y mayo de 2008, explica Baker, visitó los Emiratos Árabes en nueve ocasiones; cinco veces Qatar, cuatro Kuwait, Baréin y Egipto. Y escapadas a Omán, Dubái, Jordania y Arabia Saudí. Se interesó el autor, durante su etapa como diputado, en averiguar los contratos que habían logrado empresas del Reino Unido tras las visitas del príncipe. «No es posible atribuir directamente la obtención de contratos específicos a la intervención concreta de un individuo», fue la respuesta del entonces ministro de Comercio, Ian Pearson.

En 2016, el entonces presidente de Kazajistán, Nursultán Nazarbáyev, visitó Londres. Gracias a los manejos del príncipe Andrés, logró almorzar con Isabel II y Felipe de Edimburgo en el palacio de Buckingham. Difícilmente obtiene un trato así un jefe de Estado en los últimos años, dada la avanzada edad de la reina y su esposo. Ese mismo año la prensa informó de la obtención por parte del duque de York de una comisión de 4,4 millones de euros, el 1% de un contrato de infraestructuras en ese país de Asia Central. El príncipe había enviado un puñado de correos electrónicos para animar a los inversores a participar.

La casa real británica mantiene prerrogativas arcaicas como la posibilidad de impulsar legislación que afecte a su propio patrimonio, o la de ser una excepción en el alcance de Ley de Libertad de Información, que afecta a todas las instituciones del Reino Unido. «La familia real es sujeto de un voyerismo banal sobre sus vidas privadas, totalmente desconectadas de su papel público. ¿Quién era aquel pariente lejano de la Reina que estaba esnifando coca en una fiesta en Chelsea? ¿Se vuelven a casar Andrés y Sarah? ¿No llevaba Kate el mismo vestido hace cuatro meses? Ya se trate de una obsesión infantil o de una intromisión intolerable, los ciudadanos británicos se merecen algo mejor que esta dieta pueril», defiende Baker. Con cargos anuales al presupuesto público que superan los 90 millones de euros anuales y una fortuna oculta al escrutinio, el libro es un necesario ejercicio de indagación de la realeza más famosa del planeta.

Fuente:elpaís

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