En un hospital de Tamaulipas encontramos la lavadora más vieja del país. Vibra como una pequeña locomotora. Y funciona. Semanas después, en una sala de quemados, vimos a las enfermeras mezclar el agua en bateas amplias, probando con el dorso de la mano la temperatura exacta.
Lo hacían con la misma paciencia con que una madre prepara el baño de sus hijos, para que la piel lastimada de los pacientes no sufra más de lo necesario.
Son escenas que no aparecen en los informes oficiales, pero que cuentan el país desde otro ángulo: el de la vida cotidiana que sostiene al sistema sanitario. Eduardo Galeano compartía que en la historia humana lo único que se hace desde arriba son los pozos. Todo lo demás se hace desde abajo. Tal vez por eso esta gira presidencial –24 estados en nueve fines de semana consecutivos– se pensó de otra manera.
No para mirar desde las alturas, sino para entender el sistema desde el territorio.
Fueron más de 20 mil kilómetros entre selvas y mesetas, aeropuertos y carreteras secundarias. No hubo ceremonias solemnes. Hubo diagnósticos, evaluaciones, decenas de presentaciones, mapas extendidos sobre las mesas y pizarras llenas de nombres de municipios que parecen poemas cortos. En Vícam, territorio yaqui, una médica tradicional preparó a la Presidenta un té de hierbas para aliviarle la gripa. En Tlapa, allá donde la montaña habla me’phaa y náhuatl, los equipos hablan de distancias en horas de camino, no en kilómetros. En hospitales rurales, la atención continúa aunque arrecie la tormenta; y en los centros de salud más pequeños, los médicos conocen por nombre a cada embarazada y la acompañan hasta que cruza la puerta del hospital.
Detrás de cada anécdota asoma el mismo hilo conductor. Lo que se está levantando no es sólo infraestructura, sino una manera distinta de pensar la salud: un modelo territorial que vincula personas, centros y hospitales en redes regionales.
En el corazón de ese modelo están los Equipos Regionales de Conducción, médicos, enfermeras, epidemiólogos y gestores, que conocen cada curva del camino y cada paciente que falta por atender. Puede sonar técnico, pero detrás de esa arquitectura late algo profundamente humano: asegurar que nadie quede fuera.
Un sistema de salud, al final, revela cuánto se preocupa la sociedad por su gente. En tiempos difíciles, ese principio hay que defenderse como un acto moral, como una expresión concreta de la salud entendida como cuidado mutuo. En México, ese principio se reconstruye sin ruido, pero con una convicción renovada: La salud no es un privilegio; es un derecho.
En esa reconstrucción, la cercanía de la Presidenta ha sido decisiva. No es habitual que, en pleno recorrido, una mandataria se siente en una guardia nocturna a escuchar lo que cuentan las internas y los enfermeros sobre partos que llegan de madrugada o turnos enlazados que parecen no terminar. Tampoco es común que pregunte en voz baja qué tipo de radiación utiliza una bomba de braquiterapia o cuántos anaqueles caben en el almacén de medicamentos para garantizar el abasto. Ese modo de mirar –detenido, curioso, humano– convirtió aquel trayecto no sólo en supervisión, sino en encuentro con el país real y con quienes lo sostienen.
La gira presidencial no fue el final de un camino; apenas es la bitácora de arranque.
Dejó claro que la forma puede definir el fondo: organizar la salud por territorio y no por oferta, partir de la atención primaria y no de la alta especialidad, reconstruir la solidaridad que alguna vez sostuvo a las grandes redes sanitarias del siglo XX.
Es, en última instancia, un recordatorio de que la vida de una persona depende de otra; que la salud de todos depende de todos.
Ese recorrido hizo evidente lo que el médico y sociólogo galés Julian Tudor Hart llamó “la ley de cuidados inversos”, según la cual los sistemas sanitarios tienden a dar más atención a quienes menos la necesitan y menos a quienes más lo requieren.
Revertir esa injusticia fue un hilo constante durante la gira, que buscó enfocar los mayores esfuerzos en los problemas colectivos más urgentes y en las personas que necesitan un acompañamiento más continuo, específico e intenso. Hacerlo implica redirigir recursos y decisiones hacia donde duelen las desigualdades y donde más vidas se pueden salvar.
Nada se construye desde arriba, salvo los pozos. Y éste, por suerte, no es un pozo; es un puente y, al mismo tiempo, un camino que México ya empezó a recorrer.
Fuente: La Jornada








