Católica, trágica e infiel: la convulsa historia de la monarquía belga

Isabel, de 18 años, está llamada a ser la primera reina tras la abolición de la ley sálica y es la gran esperanza para modernizar la institución

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Las noticias sobre la monarquía belga rezuman tranquilidad en tiempos de pandemia. El rey Felipe apareció dando zancadas en la cuenta real de Instagram, pantalón largo de chándal y móvil en mano, tras apuntarse al reto covid-19 km, por el cual debía completar esa distancia con fines humanitarios. La reina Matilde hizo la compra personalmente en el supermercado. Ambos acudieron al Museo de Bellas Artes de Bruselas sin pasar por peluquería en solidaridad con las obligadas greñas del pueblo confinado. Mientras, los cuatro príncipes y princesas, recluidos en palacio, dedicaron parte de su tiempo a dar ánimos a más de 300 ancianos por teléfono. Y la mayor, Isabel, heredera al trono, anunció a sus 18 años que este verano empezará su formación militar.

La futura reina será la primera mujer en alcanzar la jefatura del Estado tras la abolición de la ley sálica en 1991, y es la gran esperanza de modernización de una institución que ha sobrevivido a la brutal colonización del Congo, las reticencias sobre su papel durante la ocupación nazi, la inasequible tendencia de flamencos y valones a la autodestrucción, infidelidades acreditadas y por acreditar, hijos ilegítimos, veleidades de príncipes insatisfechos, sospechas de evasión fiscal y trágicos accidentes.

El cóctel, agitado durante décadas, reúne los ingredientes para hacer caer cualquier símbolo, pero los cimientos han resistido. “Los belgas son un pueblo resignado”, dice el periodista Thierry Debels, autor de varios libros sobre la casa real.

En los últimos años ha habido muestras de descontento contra un célebre antepasado lejano. Algunas estatuas del rey Leopoldo II, el segundo de los siete monarcas belgas, fueron teñidas de pintura roja para exigir la retirada del espacio público de una figura que esclavizó y abocó a la muerte a millones de congoleños para enriquecerse con el caucho y el marfil.

Sus sucesores no cargan con una losa tan pesada, pero su tránsito por la historia está llena de contratiempos. Al haber tenido cuatro hijas pero ningún heredero varón, el que fuera dueño del Congo dejó el puesto a su sobrino, Alberto I. Su popularidad escaló con su enconada resistencia frente a las tropas alemanas en la I Guerra Mundial, cuando participó en la ofensiva para liberar el país. Por eso, su muerte en un accidente de alpinismo en 1934 fue difícil de digerir para el pueblo belga, que buscó explicaciones menos convencionales. “Sigo pensando que fue asesinado por su mujer, Elisabeth, que no soportaba que tuviera otras relaciones”, afirma Debels. La controversia se ha prolongado hasta nuestros días, pero en 2016 la Universidad de Lovaina certificó que la sangre hallada en las Ardenas era suya.

Si el primer gran conflicto armado del siglo XX encumbró a Alberto I, lo contrario sucedería con su hijo Leopoldo III en el segundo. Su escasa resistencia al régimen nazi durante la ocupación le granjeó amplias antipatías. En 1950 ganó por escaso margen una consulta sobre si debía seguir reinando, pero la fractura social y disturbios con muertos acabaron por convencerle de que el único modo de calmar los ánimos era abdicar. En 2011, un libro le atribuyó la paternidad de Ingeborg Verdun, afincada en EE UU, fruto de su relación con una campeona de patinaje sobre hielo austriaca pocos años después de perder a su primera esposa, Astrid de Suecia, en un accidente de tráfico.

Tras su renuncia, la papeleta recayó en Balduino. El nuevo rey formaría junto a la madrileña Fabiola de Mora y Aragón una pareja intransigente en cuestiones éticas. “Era muy próxima a Franco y al catolicismo extremo”, afirma Debels sobre la aristócrata española. Pese a los claroscuros posteriores, su idilio fue recibido con alivio. El Gobierno temía que prosperara un romance secreto con su madrastra, Lilian Baels. La mayor expresión del fervor religioso de la pareja llegó cuando Balduino dejó el trono durante 36 horas para evitar firmar la ley del aborto. Los mayores desengaños de su reinado: su imposibilidad de tener hijos y las sospechas de que Fabiola usó una fundación para evadir impuestos.

En 1993, un ataque al corazón acabó con la vida de Balduino en Motril (Granada), donde veraneaba. Su repentino adiós a los 62 años aupó al trono a su hermano Alberto II, padre del actual monarca. Y con él llegaría a la corte la italiana Paola, una de las princesas más bellas de su época.

El nuevo rey supo desprenderse de la cerrazón religiosa que tantos quebraderos de cabeza provocó a su padre, pero no eludió la controversia ni en su vertiente política ni en la personal. En 2011 criticó la incapacidad de la clase política para formar Gobierno ante el vacío de poder que dejó a Bélgica 541 días sin Ejecutivo, pero sus palabras se interpretaron como un exceso en el limitado papel que la Constitución reserva a la monarquía. En el lado íntimo, mantuvo una relación paralela durante 18 años con la baronesa Sybille de Selys Longchamps, de la que nació Delphine Boël, una hija a la que nunca llegó a reconocer pese a que este año las pruebas de ADN confirmaron el parentesco. Su divorcio de Paola para echarse en brazos de su amante estuvo preparado dos veces, pero la baronesa se arrepintió con los flecos legales ya cerrados.

Con esos antecedentes, el actual mandato del rey Felipe, en el que el rey Alberto abdicó en 2013, parece una balsa de aceite solo agitada por las excentricidades del disoluto príncipe Lorenzo. La vulgar cotidianidad de la que hacen gala estos días tal vez sea la mejor demostración de la solidez de una institución con la que no han podido décadas de engaños, guerras y cambios políticos.

Fuente: elpaís

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