PCC, LA HERMANDAD DE LOS CRIMINALES

El Primer Comando de la Capital, el grupo más poderoso del crimen organizado de Brasil y de Sudamérica, domina cárceles y favelas además de traficar con drogas. Tiene 35.000 miembros, rituales secretos y una ‘justicia’ propia que prohíbe matar sin permiso

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Judite recuerda con nitidez el primer contacto. Era 2006, ella tenía 16 años y su hermano Artur acababa de morir en el hospital tras un ataque brutal de unos homófobos cuando el Primer Comando de la Capital (PCC) tocó la puerta de su casa. Al abrir vio “un chaval delgadito, de gafas, con cara de nerd”.

—¿Eres la hermana de Artur? —preguntó.

—Sí, soy yo.

—¿Puedo hablar con tu padre?

—Sí.

Él salió y preguntó:

—¿Qué quieres?

—Hablar sobre Artur. Sabemos que usted es policía, pero venimos a ofrecerle cómo quiere que matemos a los tipos (que mataron a su hijo). ¿Me dice cómo?

Judite cuenta que su padre, impresionado, rechazó la propuesta. Confiaba en la justicia de Dios. “Aquel chaval llegó a decir: ‘Si quiere, grabamos’”, recuerda esta brasileña que creció en Mogi das Cruzes, en la zona metropolitana de São Paulo, en uno de esos barrios donde algunos amigos del colegio fuman crack y otros están presos o muertos. Esta periodista de 30 años prefiere usar ese nombre para protegerse al hablar de la enigmática hermandad de delincuentes que domina la vida cotidiana en decenas de prisiones y cientos de favelas de Brasil. El PCC es la organización criminal más poderosa de Sudamérica.

La banda nació en uno de los presidios más inhumanos de São Paulo, Taubaté, al año siguiente de la peor matanza carcelaria de Brasil. Cuando las prisiones brasileñas eran aún peores que ahora. Cada cárcel tenía un mandamás que permitía violar a la esposa de un preso deudor, abusar sexualmente de los reos más vulnerables o repartía celdas, recuerda Sidney Salles, de 52 años, que se alquiló una para él solo porque quería tener encuentros íntimos. “Los que tenían más dinero vivían mejor y sometían a otros”, cuenta ahora en su casa de Várzea Paulista. “Empezaron a cuidar de los reclusos. Personas a menudo vulnerables, que estaban en peligro. Crearon un poder para protegerlas, para que no les pegaran, violaran…”. Salles estuvo preso en la prisión de Carandirú durante seis años por atraco. Fue testigo del ascenso del PPC. Pudo cambiar los robos por el púlpito de pastor evangélico gracias a que sobrevivió a aquella época en la que cualquier disputa carcelaria se resolvía a puñaladas o puñetazos. “Para no ver llorar a tu madre, hacías llorar a la de otro”, dice. Aquel infierno comenzó a cambiar con un partido de fútbol que se jugó en el patio de la penitenciaría de Taubaté el 31 de agosto de 1993, el día que nació PCC.

Esa sigla, que suena a partido comunista chino o cubano, es la de un grupo brasileño del crimen organizado que tiene unos 35.000 “hermanos” bautizados en un ritual secreto. Con São Paulo como epicentro, están repartidos por Brasil y el extranjero. No todos los miembros están cortados por el mismo patrón. Unos son empresarios del crimen; otros, obreros. Son leales a la banda, emprendedores. El grupo posee negocios de drogas por unos 100 millones de dólares anuales (sin contar las fabulosas ganancias del tráfico a Europa), opera en todos los países de Sudamérica y colabora con mafias al otro lado del Atlántico. Esta es la historia de una organización tan peculiar como desconocida fuera de la región, que en enero pasado hizo historia en Paraguay cuando sus miembros protagonizaron la mayor fuga carcelaria del país.

El partido de fútbol que jugaron el Primer Comando de la Capital contra el Comando Caipira en 1993 fue el momento fundacional en que el poder cambió de manos en aquella cárcel, según los investigadores. El equipo ganador mató y decapitó al preso que dominaba la prisión y al subdirector. Patearon la cabeza del primero; la del segundo la pincharon en una estaca a la vista de todos, según describió Fatima Souza en el libro PCC: A facção. Una escena bárbara, inédita entonces. Ya no.

Los ocho presos que ganaron el partido forjaron una alianza. Ellos eran hermanos y el enemigo no serían otros presos, era el sistema. Las autoridades. Exigirían que sus derechos fueran respetados. Aceptaban cumplir su pena, pero no tolerarían que los mataran tras las rejas, que sus parientes fueran vejados o no tener agua para asearse. Lograron convertirse en la voz de los presos ante el Estado. Prosperaron en la delincuencia mientras implantaban sus métodos de gestionar el negocio y resolver conflictos en los barrios más desatendidos.

Celda a celda y calle a calle, el PCC se volvió un poder hegemónico en prisiones y barriadas. Tiene un núcleo duro de 35.000 hermanos bautizados en estos 27 años, explica Lincoln Gakiya, un fiscal que los persigue desde 2006 para sentarlos en el banquillo. Además, cientos de miles de personas más —delincuentes, trapicheros, pero también limpiadoras, albañiles, vendedores ambulantes o de telemarketing— siguen sus normas. Viven al ritmo que marca el Primer Comando de la Capital. Lo llaman estar en sintonía con el PCC (y también se llaman sintonía las áreas de la organización). El crimen organizado anida allí donde el Estado deja espacios.

Su funcionamiento es distinto al de los cárteles mexicanos, de la mafia italiana y de otros grupos criminales brasileños, señalan los académicos que lo han estudiado. La organización aplica su propio código de justicia, prohíbe el crack en las cárceles que controla, regula los precios de la droga en São Paulo y presume de estar detrás de la drástica caída de asesinatos de las dos últimas décadas en esa megalópolis. El fiscal Gakiya añade que el PCC controla rutas de tráfico de drogas desde la producción hasta la colocación en puertos al otro lado del Atlántico. Aliados europeos o africanos dan el último paso: llevarla hasta las narices de los europeos.

Aunque tiene un estatuto y difunde circulares, su funcionamiento está rodeado de misterio. Ningún hermano suele admitir ni proclamar que pertenece al PCC. Imposible saber cómo se reconocen entre ellos. Algunos académicos destacan sus modos empresariales, otros sus métodos militares. Para el sociólogo Gabriel Feltran, autor del libro Irmãos, uma historia do PCC, funciona como la masonería: “Es una sociedad secreta que se organiza con una distinción muy clara entre el negocio [de cada uno] y la organización política. Supongamos que somos tres masones. Yo tengo un restaurante, otro tiene un taller de recambios y otro es escritor… Cada uno tiene su negocio, no son negocios de la masonería. Pero cuando decidimos pertenecer a una hermandad, somos hermanos. Que mi restaurante tenga más plata que tu taller no implica distinciones dentro de la hermandad. Es una red de ayuda mutua”, explica en su despacho de la Universidad Federal de São Carlos, a 240 kilómetros de São Paulo. Feltran estudia desde hace 15 años las dinámicas de la banda a través de entrevistas con cientos vecinos de favelas paulistas.

“Es una organización única que da mucha independencia a sus miembros en sus actividades criminales en el bien entendido de que no serán predatorias”, coincide Steve Dudley, que estudia el crimen organizado en la fundación Insight Crime. Dudley subraya por correo electrónico que el PCC “prohíbe la extorsión”, algo “nada habitual en una organización que ejerce tanto control sobre el territorio en el que opera”.

La idea es que si a los hermanos les va bien, al PCC también. El autor de Irmãos lo describe como una organización notablemente horizontal, pero con posiciones disciplinares y de gestión que la articulan. Una red entre delincuentes que colaboran y cuyo corazón son los debates internos —a veces vía teléfono móvil desde prisión— para consensuar en cada caso la decisión correcta, siempre según sus códigos.

El académico recalca que no hacen negocios con cualquiera. Sus socios “no pueden haber violado, haber matado injustamente (sin su justicia), no pueden haber cometido un error grave en una misión o no haber sido lo suficientemente fuertes para evitar delatar”. Abusar de niños, asesinar sin permiso, pertenecer a un grupo rival o entregar a un hermano se paga con la muerte; algunos errores reiterados, con el destierro. Y las primeras faltas, con amonestaciones o multas.

El estatuto del PCC, reproducido en el libro de Feltran, tiene 18 artículos: los primeros dicen que sus miembros deben comprometerse “a luchar por la paz, justicia, libertad, igualdad y unidad” con la vista puesta “siempre en el crecimiento de la organización” y con respeto a “la ética del crimen”.

La idea es que si a los hermanos les va bien, al PCC también. El autor de Irmãos lo describe como una organización notablemente horizontal, pero con posiciones disciplinares y de gestión que la articulan. Una red entre delincuentes que colaboran y cuyo corazón son los debates internos —a veces vía teléfono móvil desde prisión— para consensuar en cada caso la decisión correcta, siempre según sus códigos.

El académico recalca que no hacen negocios con cualquiera. Sus socios “no pueden haber violado, haber matado injustamente (sin su justicia), no pueden haber cometido un error grave en una misión o no haber sido lo suficientemente fuertes para evitar delatar”. Abusar de niños, asesinar sin permiso, pertenecer a un grupo rival o entregar a un hermano se paga con la muerte; algunos errores reiterados, con el destierro. Y las primeras faltas, con amonestaciones o multas.

El estatuto del PCC, reproducido en el libro de Feltran, tiene 18 artículos: los primeros dicen que sus miembros deben comprometerse “a luchar por la paz, justicia, libertad, igualdad y unidad” con la vista puesta “siempre en el crecimiento de la organización” y con respeto a “la ética del crimen”.

Con la vista puesta en mantener a la policía lejos y que nada perjudique al negocio de las drogas, el PCC ha creado un sofisticado sistema de justicia propio basado en tres pilares que aplica dentro y fuera de las prisiones: el acusado tiene derecho a defenderse, está prohibido matar sin autorización y los veredictos se debaten hasta alcanzar un consenso. Resuelven disputas de toda índole, explica Rodrigo, el seudónimo elegido por un cineasta de 42 años que vive en Brasilandia, un conjunto de favelas en São Paulo con 280.000 vecinos al que no llega el metro y el que acumula más muertes por el coronavirus en la ciudad. Pocos respetan ahí la cuarentena porque viven hacinados, necesitan salir a ganarse la vida o no se creen que la amenaza sea tan grave.

En barrios como ese no confían en la policía, cuenta Rodrigo. Allí los conflictos se resuelven al modo PCC. “Todos se arreglan con los hermanos. ¿Voy a llamar a la policía para resolver mi problema? No, lo llevo al PCC”. Es lo que llaman llevar un tema a las ideas. “Es cualquier tipo de problema, desde una violación hasta el robo de unas zapatillas de tenis”.

Esta hermandad de delincuentes también resuelve problemas cotidianos, como muestran varios ejemplos que rescata Biondi de sus investigaciones: quejas por un coche mal aparcado que impide el paso; una madre que les pide que hablen con su hijo, enganchado a las drogas; otra que protesta porque el dentista no aparece por el ambulatorio. “Algunos hermanos son más atentos con los vecinos, otros no quieren implicarse con problemas de hombre y mujer”, dice la académica. “Funciona de manera distinta en cada barrio, depende de quién está al frente”. Y cuando el PCC rehúsa implicarse, llegan las críticas del vecindario y se oyen quejas como “el barrio está abandonado, nadie nos cuida”.

Muchas veces, el sistema de la hermandad sustituye a la justicia ordinaria. En enero pasado, cuando la policía interrogó a Giulia Candido, de 21 años, por la muerte de su bebé, y después la dejó ir, el PCC asumió el caso a su manera. El bebé había llegado al hospital sin vida, con marcas de mordiscos en la cara y fracturas en el cráneo, el tórax, la mandíbula, la nariz y la clavícula. Para los agentes no había indicios de que ella hubiera participado en la mortal paliza, según contó la prensa. Pero Candido fue secuestrada por delincuentes afines al PCC para sentarla ante un tribunal del crimen. Tuvo suerte: la policía alcanzó a rescatarla con vida. Según las autoridades, la organización la había sentenciado a muerte.

Las condenas se cumplen en horas. A diferencia de los jurados populares, estos tribunales de delincuentes no culminan con una votación. “Llegan a un consenso, nunca supe de una votación”, explica Feltran, y cuenta que sus fuentes siempre le han hablado de “debates infernales de horas y horas”. El sociólogo estudió un caso en el que llegó a haber 40 participantes al teléfono. Rodrigo, el cineasta, lo describe así: “Si robabas a un vecino, ibas a las ideas (una especie de juicio), las partes discutían, ellos (los hermanos) escuchaban y el que estaba equivocado pagaba. Una pierna rota o incluso la muerte”. La serie brasileña Sintonía, que emite Netflix, recrea uno de estos juicios sin mencionar la sigla de la organización. En una escena, varios criminales debaten de pie, en círculo, en una nave abandonada. Un hermano es acusado de matar sin permiso a un yonqui, otro ejerce de fiscal y un tercero que dirige la sesión telefonea al padrino del primero para que presente los argumentos de la defensa.

Pese a que es un sistema dictado por criminales, el sociólogo Feltran recalca que es lo más parecido a un sistema de justicia rápido, eficaz y gratuito en muchas de las barriadas más pobres y abandonadas de Brasil. En los 13 años que han pasado desde el asesinato homófobo de Artur, aquel treintañero al que su hermana periodista recuerda como alguien “muy moderno, muy diferente” que “daba clases de teatro en la favela”, nadie ha sido juzgado.

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