El fin del mundo siempre es personal, en ocasiones social y solo una vez literal. Sin embargo, la vivencia irrebatible de que todo nace para decaer se suele trasladar al orden cósmico y la idea del Apocalipsis es omnipresente en las sociedades humanas. El universo suele encontrarse entre una creación donde todo era bueno y un final, muchas veces próximo, que llegará porque con nuestra torpeza y maldad corrompimos los dones que nos fueron entregados. Don Quijote rememora ante un grupo de cabreros la visión de la Grecia clásica cuando habla de unos siglos dichosos “a quien los antiguos pusieron nombre de dorados”, una utopía comunista en la que “los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío”. Ahora, tras varias degradaciones, nos encontramos en la edad de hierro y la situación va a empeorar. Algo similar cuentan los hindúes, para los que vivimos en el periodo Kaliyuga, una era de trifulcas e hipocresía que también es la última antes de que algún tipo de cataclismo purifique el planeta.
La misma tendencia de los humanos a realizar analogías que confunden el ciclo de la vida y el del mundo puede hacer despreciar el miedo a un desastre de dimensiones planetarias. Si tantos pueblos ancestrales creyeron que el final estaba cerca y erraron estrepitosamente, es fácil descartar sin miramientos a los heraldos del Apocalipsis. Eso es lo que habría que hacer, por ejemplo, con los científicos del Boletín de Científicos Atómicos, que la semana pasada adelantaron su metafórico reloj del fin del mundo y lo dejaron a tan solo cien segundos del fin del mundo. Sin embargo, las situaciones no son siempre comparables y en los últimos siglos la humanidad ha incrementado su capacidad para causar desastres planetarios y también para predecirlos.
La gripe española, una de las mayores pandemias conocida, acabó solo con alrededor de un 6% de la población mundial
El reloj del fin del mundo se creó, fundamentalmente, para advertir de los riesgos de aniquilación de la civilización humana si la Guerra Fría, que durante décadas enfrentó a EE UU y la Unión Soviética, se convertía en un conflicto atómico. Hoy, sin embargo, se evalúan muchos más riesgos, como una inteligencia artificial o una biotecnología descontroladas y, según ha escrito el físico Lawrence Krauss, miembro del consejo de científicos del reloj del fin del mundo, “esta multiplicación de las amenazas ha elevado la sensación de alarma”. “El reloj del juicio final está hoy más cerca de la medianoche que durante la crisis de los misiles de Cuba (ahí quedó a siete minutos frente a los 100 segundos actuales), cuando el mundo estuvo realmente al borde del holocausto nuclear”, añadió en un artículo publicado en The Wall Street Journal donde dudaba de la validez del instrumento.
No todas las amenazas son iguales ni los cataclismos tienen las mismas dimensiones. Como el propio Krauss comentaba, el cambio climático asociado a la actividad industrial, una de las supuestas grandes amenazas para la continuidad de la civilización, tendrá, probablemente, “efectos devastadores”, pero estos se sentirán a largo plazo y no serán iguales en todo el mundo. María José Sanz, directora del Centro Vasco para el Cambio Climático, afirma que un incremento de más de dos grados de la temperatura media del planeta “puede provocar daños muy importantes para las sociedades humanas, que tendrán dificultades para adaptarse a una frecuencia de fenómenos climáticos extremos nunca vista antes”. Pero eso no significa que la Tierra se vaya a convertir en un planeta hostil para la vida como Marte ni que una especie como la humana, que ya cuenta con más de 8.000 millones de individuos y una capacidad tecnológica apabullante, vaya a ver en peligro su continuidad.
Sanz señala, sin embargo, algunos peligros difíciles de prever. “Más allá del incremento progresivo de la temperatura, el sistema climático tiene unos puntos de inflexión”, explica. La cantidad de hielo de los polos, el sistema de monzones tropicales o la corriente norte sur, que hace que estando en la misma latitud Nueva York sea mucho más fría que Madrid y tiene que ver con la cantidad de agua dulce que se vierte a los océanos y a su vez está relacionada con el hielo de los polos, son mecanismos que regulan el clima planetario y pueden cambiar de repente. “Si esos puntos se rebasan, puede haber cambios muy abruptos y eso es lo que no se puede predecir. Sabemos que están ahí, que se está acelerando el camino hacia esos puntos de inflexión, pero no sabemos qué va a ocurrir si se superan ni qué consecuencias habrá”, añade.
Como deja claro el éxito del género zombi, las enfermedades infecciosas son también una fuente de terror apocalíptico. Y en este caso el miedo no viene sustentado solo por posibles padecimientos futuros sino por millones de muertos. Durante gran parte de la historia, cuando no se sabía qué provocaba las enfermedades infecciosas, algunos microbios podían diezmar la población que infectaban. El historiador Eric Hobsbawm estima que solo el 6 o el 7% de los marineros ingleses muertos entre 1793 y 1815, durante las guerras contra Napoleón, murieron a manos de los franceses. “El 80% fue a causa de enfermedades o accidentes”, escribe. La suciedad, los servicios médicos defectuosos o la falta de higiene eran enemigos mucho más temibles que los cañones de sus enemigos.
Durante las guerras napoleónicas, el 80% de los muertos fallecieron por enfermedades y accidentes y no por las armas enemigas
Se calcula que la peste negra, provocada por una bacteria, acabó con un tercio de la población de Europa. La gripe española mataba hasta al 20% de los infectados y aniquiló a un 6% de la población mundial. Aunque no les exterminase del todo, para muchos de los habitantes de la América precolombina, los virus provocaron una especie de fin del mundo. “En la colonización de América, el soldado principal fueron los virus”, señala Víctor Briones, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.
“Que una infección ponga en peligro la continuidad de una especie es muy difícil, aunque ha habido casos en los que casi ha sucedido con enfermedades a veces banales, como con la sarna en el rebeco del Pirineo. Y la peste bovina creó tal mortandad en Europa que llevó a la fundación de las facultades de veterinaria”, continúa el experto en Sanidad Animal de la Facultad de Veterinaria de la universidad madrileña. En humanos, la gripe española de 1918 “despobló las zonas rurales” y la plaga de Justiniano del siglo VII pudo tener influencia en el final del Imperio Romano. “Redujo la población de tal manera que no había brazos para cultivar la tierra ni gente para defender la frontera. El orden social se alteró”, afirma Briones, que concluye que aunque sí ve la posibilidad de que una enfermedad provoque una gran mortandad, ve muy difícil la extinción de la humanidad por esa vía.
Aunque no haya extinción, algunas enfermedades que no aciertan a atrapar la atención del público en los países desarrollados matan a cientos de miles de personas. Solo el VIH, la tuberculosis y la malaria acaban con la vida de alrededor de dos millones y medio de personas cada año, la mayoría en países pobres. “En ciudades como Yakarta, Dar es-Salam o El Cairo, donde la mayor parte de la población no vive en edificios de vidrio y acero sino de chapa y hojalata, donde hay una inmigración masiva, una gestión deficiente de los residuos y poco acceso a los recursos sanitarios, hay enfermedades que provocan una gran mortandad”, asevera Briones. La hecatombe allí no es un miedo difuso en el futuro sino la vida cotidiana.
Fuente: elpaís