La aristocracia del alma

"Me explico. A pesar de que llamemos racistas a quienes tratan peyorativamente a los de piel más oscura, en realidad nuestro conflicto es de clases".

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Una de las peculiaridades de nuestro país fue la estratificación de la sociedad por sus líneas de nacimiento y la forma en que se mezcló. Se conoció en la Colonia como las Castas. Los cruces étnicos tejieron una urdimbre tan compleja que hasta hoy es muy difícil de descifrar. Son ligas sanguíneas que irremediablemente permearon a toda nuestra población. Contrario a la pureza que caracteriza a una raza, en esta mezcla ha dominado siempre la indefinición. Nuestra población es diversa, múltiple y muy difícil de catalogar. No podemos hablar de razas porque somos el resultado de un palimpsesto que nos desdibujó.

Por parte de mi padre, mi línea proviene de un irlandés que se casó con una mestiza de Guerrero; por parte de mi madre hay sangre zapoteca, francesa, española y quién sabe qué otras mezclas. Crecí muy cerca de mi familia oaxaqueña por lo que me siento muy orgullosa de mi sangre indígena. Por mis características físicas, cuando lo digo, la gente se burla: ¡Ajá, eres bien tehuana!, me dicen. Y sí, por lejano que sea mi aspecto al de una tehuana (que también está mezclada), mi corazón y alma están en esa tierra, en sus costumbres, tradiciones y gastronomía atesoradas por mi familia más allá de los cambios y las innovaciones. A esa tierra de contrastes y de una realidad injusta, consumida por la bola de hijos de puta que la saquearon inexorablemente, a ese terruño me enseñaron a amarlo desde que nací. En Oaxaca como en todo México, también había clases sociales. A las rubias les decían biches, ¿y a Benito Juárez? pues a él le decían prieto o indio patarrajado.

Ser “güerita” y de ojos “claros”, sin ningún otro mérito, me ha colocado en una postura ventajosa delante de una mujer con rasgos indígenas. Esto, lejos de enorgullecerme me ha provocado una enorme escisión. Es una especie de grieta interior, un no ser ni corresponder a ningún sitio por naturaleza; es decir, es la idea de que algo te quitaron y algo te pusieron que no te deja pertenecer del todo al medio en el que te desenvuelves.

Muchas veces he pensado que lo mismo ocurre en nuestro país. Me explico. A pesar de que llamemos racistas a quienes tratan peyorativamente a los de piel más oscura, en realidad nuestro conflicto es de clases. Para ser más específica, este conflicto se originó en las castas: muy arriba los criollos, luego los mestizos, después los castizos. Más abajo mulatos, zambos, zambos prietos, moriscos, albinos; casi al final de la cadena, los saltapatrás, cholos, chinos, cambujos, lobos, campamulatos, los tente en el aire, los no te entiendo, y hasta el fondo, es decir, debajo de todos, el tornatrás. Solo los criollos, por un lado, y las muy aisladas etnias originales, por otro, podrían asumirse como razas puras, e incluso eso es un decir.

Por eso, porque todos somos hijos de la mezcla, no tenemos un conflicto racial, aunque seamos racistas. Es cierto que el tono de piel lleva de inmediato a los adjetivos discriminadores: “prieto”, “negro”, “moreno”; pero más allá de esos señalamientos, en México somos clasistas. Se tiene clase o no se tiene clase, decían en las épocas de mi abuela, eso viene desde la Colonia. Pero como me ocurrió a mí, a gran parte de los mexicanos se nos fue haciendo más grande la fractura interior, esa que permitía a cada uno definirse y sentirse orgulloso de su origen. Es como una columna chueca o rota que resulta muy difícil enderezar.

Después de la lucha por la independencia, que en parte pretendía liberar a las castas, la sociedad se fue adaptando a los cambios y al progreso. A principios del siglo XX hubo una ola de afrancesamiento. Porfirio Díaz se “talqueó” el rostro para dejar de ser oaxaqueño y tener “clase”; literalmente, trajo Europa a México. Impostamos hasta la arquitectura. El híbrido es por demás interesante: El Palacio de Bellas Artes con una arquitectura conocida como “Nuevo Arte Decorativo Moderno”, o lo que es lo mismo, una reminiscencia del Art Noveau, “tan europeo” con decoraciones de nopales y un telón de Tiffany con un Doctor Atl. Las colonias Roma, Santa María la Rivera, Juárez se edificaron con un gusto a lo arrondissement parisien. Pero las diferencias crecieron de la mano del avance. La nueva aristocracia se construyó acumulando apellidos dobles para lucirse. Así se convirtió en un escaño social accesible a muy pocos.

Muchos quedaron fuera de este círculo, o para ser más precisa, abajo. Pero la agudeza y humor del mexicano van ligados a la frustración y al resentimiento provocado por el clasismo. Gracias al poder de artistas de la talla de Ernesto Chango García Cabral o posteriormente de Abel Quezada, entre otros, la caricatura generó otra manera de vernos. Un México pintoresco, cargado de ironía, con sus clichés, arquetipos, oficios, diferencias; con la vida en la calle y con las escenas de la alta sociedad. El Chango dibujó con un estilo inigualable a los personajes de las distintas clases sociales: deportistas, actores, políticos, artistas, campesinos, braceros, malvivientes, vagos, niñas bien, trabajadoras domésticas y sexuales, todos estábamos retratados en su universo con los apelativos más curiosos que abrevaban de la misma gente: teporocho, pachuco, cholo, fufurufa, chómpiras.

En cada uno de esos sujetos había la necesidad de marcar un carácter, una psicología; era un gesto de ironía que clamaba por pertenecer y, sobretodo, por ser tratado con dignidad.

Con el desarrollo vertiginoso y la entrada al TLC en los años ochenta, los mexicanos aspiramos a ser gringos, en vez de europeos. Hablar inglés se puso de moda y hoy, quien no es un angloparlante perfecto, es considerado analfabeta e ignorante. Los términos y expresiones deben ser en inglés si no, no eres cool. Lo más triste, la entrada de artículos suntuosos a nuestro país, las elegantes marcas a precios imposibles de imaginar, se volvieron un asunto de estatus. La exhibición de los caprichos de la moda, retacados de mal gusto, con los nombres de los diseñadores impresos terminó por considerarse de clase. Y lo peor, la capacidad para adquirirlos es un referente directo a la cuenta de banco. Antes, exhibir una marca era de muy mal gusto; ahora se ha vuelto un requisito para pertenecer.

No importa que las tarjetas de crédito estén saturadas o vivir endeudado, la marca se necesita para ser parte de eso que hoy admiramos, el éxito económico. Ahora llamamos clase a lo que antes solo hubiéramos concebido en un narco. Alguien con mucho dinero, de piel oscura es respetado no por el derecho a serlo, si no porque luce un cinturón de hebilla de marca conocida. ¿Lo respetamos o nos dejamos impresionar y halagamos su capacidad adquisitiva? Curiosamente, la clase alta adoptó el nuevo estilo.

Faltaba el mundo del arte. Antes, las personas sentían orgullo por las obras atesoradas por sus ancestros. Cada objeto en la casa era como un capítulo de la historia familiar. Valía lo mismo una artesanía, que una tasita de porcelana, o una pintura de autor desconocido. Las cosas tenían un valor que hablaba de nuestros valores. Los tiempos cambian y hoy se trata de adquirir al artista de moda que haga juego con el sofá. Cada obra de arte de la colección debe funcionar en nuestro entorno de “éxito” y está pensada para volvernos parte de su proceso. Hasta lo feo, lo terrible, la injusticia social representada por un artista tiene la intención de decorar las paredes de la mansión de un coleccionista. El arte se ha vuelto un “must” impuesto por una clase emergente en los años ochenta: los distintos intermediarios del mercado (subgénero de los antiguos comerciantes) que con una frialdad absoluta sueltan cifras millonarias que son aceptadas sin chistar.

En México la diferencia no es racial. Es social, es clasista y es económica. En nuestros días la escisión es radical, se han destapado los odios encubiertos y a eso llamamos polarización. Decir arrabalero a un pueblo, criticar al presidente por sus zapatos o la guayabera, burlarse de su hijo por sus rasgos físicos, es una postura cool desalmada y que revela nuestra frivolidad y falta de sensibilidad a la otredad. A López Obrador se le acusa de polarizar al país y eso es cierto, pero también debemos reconocer que es su respuesta a muchos años de vivir el desprecio de un maltrato por clasismo dirigido en contra suya y a los que él representa. Con el presidente se puso de moda ser chairo o fifí. En realidad, estos apelativos o sus equivalentes existen desde siempre; la gente que se dio por ofendida es la misma que suele expresarse en contra de cualquier minoría o clase social más allá de su entorno convencional. Queda claro que, si en México hubiera razas, desde luego que seríamos racistas y estaríamos viviendo separatismos tan graves como los de cualquier país en el que las etnias pelean unas con otras sin posibilidad de reconciliación. Nuestro rechazo a todo lo diferente tiene una dimensión alarmante.

Hoy yo me siento cerca, muy cerca de los chairos porque soy chaira de corazón, por la sangre que llevo en mis venas que me hace pensar en todos los que sufren la indiferencia, el rezago, la injusticia y el maltrato. Pero también tengo el honor de contar con amigos fifís cuya calidad interior, sentido del prójimo, conciencia me hacen admirarlos. Sé que, sin importar su color de piel o nivel económico, nunca antepondrían intereses mezquinos por encima del bien de los otros.

Los seres humanos somos diferentes, ¡viva la diferencia! Lo que es lamentable es que esa diferencia resida en el dinero. Mi abuela decía que con clase se nace y que no es algo que se pueda comprar. La verdadera aristocracia es la que surge de la dignidad, el decoro y el respeto a los otros, la aristocracia del alma.

Fuente: sinembargo

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