Llega un momento en el que estas historias tienen que salir. Ese lapso en el que las pienso y las pienso, dando vueltas en la cama en noches de insomnio, y tengo que vomitarlas para recuperar un poco la paz. Algunas historias tardan más en poder salir, casi ninguna puedo escribirla inmediatamente: todas tienen su tiempo. Ellas deciden, y Fátima ha tardado más de lo usual, pero es hora de contar su historia.
Fátima no se llama Fátima, aunque casi, pero no seré yo la pista para que la encuentren. Ahí, en Mozambique, espero que siga a salvo; creciendo como una niña de 14 años, que nunca olvidará su pasado, pero que espero pueda aspirar a un buen futuro, a reconstruir su historia.
Hay muchas historias que duelen, y otras que calan en lo más profundo (demasiada empatía, dice la psicóloga) y la de Fátima ha sido de las más complicadas. Pero siempre acabo saliendo, y si para sacar a Fátima del agujero en donde la encontramos, tengo que bajar un rato a otro agujero, yo, volvería a hacerlo, todos los días.
Fátima debe tener 16 años ahora. Tenía 14 cuando la conocí en La Palma, un pequeño municipio de la provincia de Cabo Delgado en Mozambique. Un pedazo de paraíso perdido, de esos que se corrompen por la guerra y por religiones de dioses sedientos de sangre, creados por seguidores que los satisfacen todos los días. Cabo Delgado es la única provincia de mayoría musulmana en un Mozambique cristiano, y eso dio pie a un levantamiento y a los muchos horrores que lo compusieron.
Fátima tenía 13 años cuando la violencia llegó a su aldea: cuando su familia tuvo que refugiarse en la selva para huir de los rebeldes y sus decapitaciones en masa. Cuando fui, todos los días pasábamos por un camino en el que se podía ver excremento fresco de elefantes, pero nunca a los elefantes. La gente me dijo que les afectó demasiado presenciar las matanzas, y ahora evitan a toda costa encontrarse con los humanos, “esos seres salvajes que se matan entre ellos, sin importar que algunos sean solo crías indefensas”.
Fátima no recuerda cuantos días estuvo escondida en “el bush” en la maleza, tratando de escapar, comiendo mangos salvajes y raíces, hasta que sus victimarios encontraron a su familia. No sabe de cierto qué fue de su madre, solo sabe que se la llevaron y no la volvió a ver, pero oyó sus gritos durante mucho tiempo, hasta que dejó de oírlos. A su padre le cortaron la garganta frente a ella, y su hermano, su hermano, era parte de los rebeldes y fue su victimario.
Ella huyó durante días y fue “rescatada” por un militar del ejército de Mozambique que la tomó como esposa durante un año y la abandonó a su suerte cuando no se quedó embarazada en ese tiempo. Tratando de volver a su pueblo encontró a su hermano, su único familiar vivo, quien decidió que, al no ser virgen, ya no servía como mujer, y podría traerle beneficios de otra forma. La encerró en las ruinas de una escuela destruida, en un hueco obscuro sin agua, sin una forma de asearse, sin comida. Manteniéndola a pan y agua literalmente, solo cuando los hombres que llevaba para que la violaran salían satisfechos y se daba cuenta que no le convenía dejarla morir.
Una enfermedad que te come la carne
Yo nunca había visto la tungiasis: gusanos comiéndose la carne viva de alguien que vive en condiciones de higiene terribles. Larvas que encararon por sus uñas, en las palmas de las manos y las plantas de los pies, en su cabeza, aprovechando las heridas formadas por la piel estirada que deja el edema de la desnutrición extrema, de esa piel delgada en un cuerpo lleno de agua que está donde no debiera, porque su sangre no tiene proteínas para retenerla.
Delgadísima e hinchada al extremo, Fátima no hablaba, no interactuaba, ni contestaba las preguntas de los oficiales sanitarios locales con los que trabajaba. Fue hasta muchos días después, ya bañada y con la cabeza rapada, recibiendo tratamiento y comiendo cuando podo a poco nos empezó a relatar su historia.
Y cuando empezó la lucha para dejarla hospitalizada cuando pudiera haber terminado de curarse en casa, con la vecina bondadosa que decidió arriesgarse y alertarnos de su caso. Esa solidaria mujer que no la dejó sola en el hospital aun cuando tenía sus propios hijos pequeños a los que cuidar. Entre tanto, el equipo de Médicos Sin Fronteras mediaba con otras organizaciones para que se le recibiera en la capital del distrito —La Palma, como una zona de alto riesgo de seguridad, nadie quería venir por ella—, donde podría encontrarse un hogar permanente para Fátima. Un espacio para que lograra reintegrarse, después de muchísimo trabajo de salud mental y física, a esta salvaje sociedad.
Tomó muchos e-mails y muchas llamadas de teléfono para que alguien accediera a sacarla en avión, que el hospital del distrito la aceptara como paciente, que una organización que pudiera darle protección tomara su caso. Pero así se pelean estas batallas: rogando por que la señal del internet satelital coopere, por que salgan las llamadas por el teléfono, para encontrar un espacio donde el teléfono satelital funcione, y buscando entendernos entre cooperantes que hablan distintos idiomas, entre mi terrible portuñol y el inglés a medias de los portugueses locales.
La luz se asoma en una sonrisa
Visité a Fátima tanto tiempo en el hospital para asegurarme que tuviera dinero para comer, que pude ir viendo su transformación; de aquella personita silenciosa y malherida a una niña capaz de sonreír de nuevo, en solo algunas semanas, vi una resiliencia que nunca dejará de asombrarme. La de las niñas y niños sobre todo lo demás.
Cuando me acuerdo de ella, de su sonrisa fugaz y de las pocas palabras que logramos cruzar en su dialecto, no pienso en el hermano o en los “clientes” de Fátima. Pienso en la sonrisa bondadosa de la vecina que cambio una vida para siempre, la que decidió que aquel horror tenía que terminar y cuidó de Fátima como a una hija, aun en contra de los deseos de su marido. Porque este mundo está lleno de gente terrible capaz de hacer lo innombrable, pero también de gente maravillosa que encuentra dentro de sí el pode de cambiar las cosas.
Pienso seguido en Fátima. Trato de imaginarla de nuevo una niña, con techo y comida, pero sobre todo a salvo de su pesadilla. La pesadilla que ahora trato de exorcizar de mi mente para que ni Fátima ni yo sigamos soñándola. Contando su historia, para que no se olvide, pensando que contando el horror de alguna forma dejará de repetirse.
Fuente: elfinanciero