La hormona que hace que deseemos ver a esa persona una y otra vez, la misma detrás de la adicción a la cocaína

Un estudio con ratones de campo muestra que la dopamina es fundamental para mantener la llama del amor y da esperanza a los corazones rotos

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Uno se sube al coche y recorre media ciudad para tomar algo con un conocido del trabajo. Qué lata de tráfico, de interminables semáforos en rojo. Como además amenaza lluvia y no acaba de recuperarse del todo del último resfriado, le asalta el pensamiento intruso de que quizás debería haberse quedado en casa a ver Netflix. Pero bueno, el colega es simpático y se hace el esfuerzo. El mismo tráfico, el mismo mal tiempo, la misma decimilla de fiebre resistente, pero la cita ahora es con alguien de quien está enamorado. Cambio radical. En este caso no hay motor suficiente para llegar a tiempo. La diferencia de actitud entre un encuentro y otro se encuentra en el cerebro.

En concreto, la culpa es de la dopamina, una hormona que, curiosamente, también está detrás de los antojos de azúcar, de nicotina e incluso de cocaína. Esa sustancia es la que provoca el deseo irrefrenable de estar con la persona amada, según concluyen neurocientíficos de la Universidad de Colorado en Boulder (EE.UU.). Mientras que en la cita con el amigo este neurotransmisor se ha deslizado como en un gotero de hospital, en la amorosa ha provocado una inundación en el cerebro. Un auténtico colocón que hará que anhelemos ver a esa persona una y otra vez.

«Hemos encontrado la firma biológica del deseo que nos ayuda a explicar por qué queremos estar con algunas personas más que con otras», afirma Zoe Donaldson, profesora de neurociencia conductual y coautora del estudio que publica este viernes ‘Current Biology’. «Ciertas personas dejan una huella química única en nuestro cerebro que nos impulsa a mantener estos vínculos con el tiempo», añade.

Los investigadores llegaron a esta conclusión tras un estudio con campañoles, unos ratones de campo que se distinguen por formar parte del reducido grupo de mamíferos (entre el 3% y el 5%) que forman parejas monógamas. Al igual que los humanos, estos pequeños roedores tienden a convivir con su pareja a largo plazo, compartir un hogar, sacar adelante a sus crías juntos y experimentar algo parecido al dolor cuando pierden a su media naranja.

Donaldson y sus colegas utilizaron tecnología de neuroimagen de última generación para medir, en tiempo real, lo que sucede en el cerebro cuando un campañol intenta llegar hasta su pareja. En un escenario, el ratoncillo tenía que presionar una palanca para abrir la puerta de la habitación donde estaba su media naranja. En otro, tenía que saltar una valla para que se produjera el reencuentro.

Mientras tanto, un pequeño sensor de fibra óptica rastreaba la actividad, milisegundo a milisegundo, en el núcleo accumbens del animal, una región del cerebro responsable de motivar a los humanos a buscar cosas gratificantes, desde agua y comida hasta drogas. Estudios en humanos han demostrado que ‘se ilumina’ cuando tomamos la mano de nuestra pareja.

Pues bien, cada vez que el sensor detectaba un chorro de dopamina, «se encendía como un letrero luminoso», explica Anne Pierce, coautora de la investigación. Cuando los ratones empujaban la palanca o trepaban la pared para ver a su compañero de vida, la fibra también se iluminaba como una feria. Y la fiesta continuaba mientras se acurrucaban y se olían unos a otros. Por el contrario, cuando un ratón al azar estaba al otro lado de esa puerta o pared, la barra luminosa se atenuaba.

«Esto sugiere que la dopamina no sólo es realmente importante para motivarnos a buscar a nuestra pareja, sino que en realidad hay más dopamina fluyendo a través de nuestro centro de recompensa cuando estamos con nuestra pareja que cuando estamos con un extraño», señala Pierce.

El tiempo lo cura todo, es verdad

En otro experimento, la pareja de campañoles se mantuvo separada durante cuatro semanas (una eternidad en la vida de un roedor y el tiempo suficiente para que encontraran otro ‘romance’). Cuando se reunieron, se recordaban el uno al otro, pero su característico aumento de dopamina casi había desaparecido. En esencia, esa huella del deseo se había esfumado. En lo que a sus cerebros se refería, su ex era indistinguible de cualquier otro ratón.

«Pensamos en esto como una especie de reinicio dentro del cerebro que permite al animal continuar y potencialmente formar un nuevo vínculo», argumenta Donaldson.

Según los investigadores, esto podría ser una buena noticia para los seres humanos que han sufrido una ruptura dolorosa o incluso han perdido a su cónyuge, «lo que sugiere que el cerebro tiene un mecanismo inherente para protegernos del amor interminable no correspondido«.

Los autores admiten que se necesita más investigación para determinar hasta qué punto lo descubierto en estos ratones puede trasladarse a los humanos. Pero creen que, en última instancia, su trabajo podría tener implicaciones importantes para las personas que tienen problemas para formar relaciones cercanas o para aquellas que luchan por superar una pérdida, una condición conocida como trastorno de duelo prolongado.

«La esperanza es que al comprender cómo son los vínculos saludables dentro del cerebro, podamos comenzar a identificar nuevas terapias para ayudar a muchas personas con enfermedades mentales que afectan su mundo social», asegura Donaldson. Y quienes acaban de sufrir una ruptura siempre pueden aferrarse al viejo dicho de que el tiempo lo cura todo. La ciencia lo corrobora.

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