Las pertenencias que los Migrantes llevan y dejan al cruzar la frontera

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ROMA, Texas —  El zapato enlodado de un niño pequeño. Una billetera vacía.
Un cepillo para el cabello color rosa. Una línea de las Sagradas Escrituras escrita en un papel.

Estas y otras posesiones brotan en el camino de tierra que viaja cuesta arriba desde el Río Grande. Cubiertas rápidamente de polvo, son cosas que llevaron y dejaron caer las madres, los padres y los niños, como el pequeño cuya ropa interior de Batman -talla 6- yacía en un claro más allá de un matorral.

Certificados de nacimiento; números de teléfono garabateados. Objetos preciados transportados durante semanas a lo largo de cientos de millas. Estos también quedan dispersos a lo largo del camino de los migrantes; sus pasos silenciosos en la noche después de haber cruzado el río. Pero lo que más brilla son las pulseras de plástico -un arco iris de amarillo, gris, rojo y azul que se extiende entre la maleza-, algunas ceñidas para adaptarse a los brazos más pequeños. Muchas están impresas con una sola palabra: entrega. El código de los contrabandistas.

Este mes, los traficantes mexicanos han transportado a muchas familias y niños no acompañados, especialmente de Centroamérica, a través del río, en balsas, y por el Valle del Río Grande, en Texas. Las pulseras son colocadas a los migrantes como prueba de pago; son las claves de los migrantes para un paso seguro, y quienes no las tienen dicen que fueron secuestrados por traficantes y retenidos hasta que familiares o amigos acordaron pagar su tarifa, al menos $6.000 dólares.

Las pulseras cuelgan de los arbustos como extraños adornos. Algunos de quienes las usaron serán enviados de regreso a México. Otros morirán tratando de encontrar un hogar en una nueva tierra.

Los policías estatales que patrullan el área con gafas de visión nocturna afirman que un contrabandista arrojó recientemente a un niño de dos años al río para evitar que los policías se apoderaran de una balsa. A principios de este mes, una mujer embarazada comenzó su trabajo de parto en la orilla del río y perdió a su bebé. Más recientemente, a unas 200 millas río arriba de Roma, una niña de nueve años murió mientras cruzaba el río con su madre guatemalteca y su hermano menor.

Collage of six photos of items like wallets, brushes, bags, diapers, hats, wristbands and money lying in the dirt

Cuando los migrantes se acercan a la costa, los soldados tiran de sus balsas inflables, perforan algunas y las dejan a un lado como trofeos. Los migrantes se despojan de sus posesiones mientras apresuran la marcha por el camino desde el río hacia los agentes de Aduanas y Protección Fronteriza de EE.UU en un estacionamiento en la cima de una colina. Desde allí, son llevados a un área de espera abarrotada, donde más de 4.200 personas se apretujan en un espacio diseñado para 250. Muchos están cruzando este mes por primera vez; no están preocupados por lo que podrían necesitar si los envían de regreso a México.

Martha Ramírez Amaya llegó al norte desde Honduras, después de perder su hogar en el huracán Eta. Los contrabandistas la obligan a ella y a su hijo de cinco años, Elvin, a salir de la balsa. Ella se cae en los bajíos, empapando su abrigo negro y sus jeans. Cuando llega a la costa, Ramírez, de 20 años, tantea el medallón de oro que lleva alrededor del cuello para protegerse. Está en su lugar. Entonces se apresura hacia las linternas de la Patrulla Fronteriza en la colina.

Ramírez y otros siguen el rastro que se divide y serpentea a través de la maleza, y sus posesiones a menudo caen sobre tierras propiedad de la familia de Jorge Barrera.

Barrera, quien pesca en la orilla del río al anochecer, ha llamado a la Patrulla Fronteriza para quejarse de las bolsas de Cheetos, los envases de leche en polvo para bebés y otra basura que encuentra. Pero ésta sigue acumulándose mientras los migrantes se abren camino a pesar de la pandemia, las amenazas de los traficantes y las coronas de arbustos espinosos, afilados como agujas.

Los migrantes comienzan a deshacerse de todo menos sus posesiones más preciadas una vez que llegan a la orilla. Jonatan Cruz, de 31 años, y su familia guatemalteca dejan sus permisos de residencia mexicanos vencidos. Otros abandonan sudaderas, zapatos de niño talla 23, bálsamo labial de fresa Avon, pañales desechables, mascarillas, pantalones caqui de Garanimals (talla 2T), un bolso rojo de ‘Hello Kitty’ y una mochila con la bandera de Texas. Cuando sus chamarras mojadas se enganchan en los árboles, se las quitan y las dejan suspendidas en la oscuridad; quedan allí como fantasmas.

Avanzan a trompicones, sin linternas, hacia el roble y la salvia. Solo conservan lo que más necesitan: una identificación válida y trozos de papel con los números de teléfono de amigos y familiares en EE.UU. Los menores que viajan solos llevan los números de contacto en el bolsillo, si no los escriben sus padres en el pecho antes de salir de casa.

Bessy Yamileth Gómez Flores lleva un cuaderno garabateado, con una cita de Mateo 21:22: “Si crees, recibirás todo lo que pidas en oración”. Otra mujer abandona un bolso de cuero rosa relleno con un fajo de billetes hondureños marchitos.

Otros llevan sus esperanzas. La salvadoreña Fátima Pineda Vásquez, de 16 años, quiere ser arquitecta. Viajó con su sobrino de 12 años, que quiere ser cirujano. Ambos planean reunirse con la madre del niño, la hermana mayor de Fátima, en Missouri.

Muchos traen pruebas de las amenazas y la violencia de la que huyen en Centroamérica, y esperan presentarlas para solicitar asilo. También llevan certificados de nacimiento centroamericanos, preciados para los padres migrantes que temen ser separados de sus hijos por las autoridades estadounidenses, y para los jóvenes que viajan sin adultos. Aquellos que pueden demostrar que son menores de 18 años son entregados a amigos y familiares en EE.UU y pueden presentar su solicitud de inmigración. Los que no puedan demostrar la edad, se enfrentan a una posible expulsión a México.

“Voy a ayudarle hasta el día de mi muerte”

LILIANA DE JESÚS GALDAMEZ MORALES, MADRE DE ERICK DAVID LANDAVERDE GALDAMEZ DE 15 AÑOS.

A medida que los migrantes emprenden su camino cuesta arriba, se pierde el papeleo vital, incluidos dos certificados de nacimiento metidos dentro de una bolsa de pañales negra, que fue desechada a lo largo del camino. Pertenecen a la migrante hondureña Maryi Jennifer Amaya Mejía, de 22 años, y a su hija de dos, Jenice Paola. En la parte superior de uno de los papeles, alguien escribió un número de teléfono de Connecticut.

La madre de Amaya, Lidia Mejía, responde a la llamada. Cruzó a Estados Unidos hace seis años, después de que mataran a sus dos hijos. Cuando los hombres que los asesinaron volvieron a amenazar a la familia este año, dice, envió a buscar a su hija y nieta. Amaya y Jenice llegaron a Waterbury, Connecticut, hace una semana, relata.

A group of migrants, some crying, stand together at night

Ella le pasa el teléfono a Amaya, quien asegura estar feliz de haber cruzado el río a salvo. Se olvidó de recuperar sus documentos cuando dejó la bolsa de pañales, agrega. Mientras su pequeña balbucea de fondo, Amaya pide que se le envíen los certificados a su nueva dirección, garabateada en las copias antes de salir de Honduras.

Otro trozo de papel arrugado a la deriva en la maleza cerca del río dice “Papi” y “Mari” garabateados con bolígrafo junto a números de teléfono del norte de Virginia. El primero no funciona, pero Mari Vicente responde al segundo.

Vicente, de 30 años, ama de casa de Guatemala que vive en Estados Unidos y tiene estatus legal, dice que no está segura de quién llevaría su número al otro lado de la frontera. “No puedo decirlo porque no tengo familia aquí”, afirmó.

Vicente tiene una amiga en Guatemala, una mujer de 24 años con un hijo de siete, que habló sobre migrar a Estados Unidos recientemente, después de ser amenazada por pandillas. Pero ella está segura de que su amiga sigue en ese país. “Sabe que los padres con niños pueden venir”, dice Vicente. “Así que, quizá viene por una oportunidad”.

Al pie de un árbol de mezquite cerca del río, envuelto en una pequeña bolsa de plástico, se encuentra una copia cuidadosamente doblada del certificado de nacimiento salvadoreño de Erick David Landaverde Galdamez, de 15 años. En el interior, alguien colocó un pequeño rectángulo de papel con números de teléfono y direcciones de correo electrónico escritos a mano, incluido el número de su madre en Ohio.

A child's jacket and pants in dry brush next to a riverbank

Los agentes de la Patrulla Fronteriza llamaron al número a altas horas de la noche, el fin de semana pasado, para preguntar: “¿Eres la madre de Erick?”.

Liliana de Jesús Galdamez Morales, quien cruzó la frontera sin autorización hace años, responde que sí.

Los agentes le dicen que su hijo está bajo custodia, preguntan por su dirección y piden que espere otra llamada. No precisan cuándo ocurrirá.

La Patrulla Fronteriza no suele permitir que los menores llamen por teléfono. Los agentes confiscan sus cinturones y cordones de zapatos y les emiten identificaciones de pulsera. Pero la ley exige que la agencia los transfiera dentro de las 72 horas a los refugios federales. Una vez allí, se supone que los menores migrantes pueden llamar a sus padres. Pero Erick -quien responde a su segundo nombre, David- no ha llamado aún.

Three deflated black plastic rafts lie in the dirt.

El miércoles, Galdamez llama a una línea directa federal. Una mujer le dice que David está en un refugio federal. Debe esperar a que un trabajador social del gobierno se contacte con ella, este fin de semana.

Unos días antes de cruzar el río, hace más de una semana, David le envió a su madre un mensaje en Facebook diciéndole que no se preocupara. Pero Galdamez, de 39 años, tiene dolores de cabeza desde que su hijo mayor recibió amenazas de una pandilla en El Salvador y huyó, el 4 de marzo pasado. Es un chico tímido, dice ella; es bueno en matemáticas y un joven hogareño que vivía con su abuela y su hermana de ocho años en Nueva Concepción. Ayuda en la casa después de la escuela y espera estudiar administración de empresas o, tal vez, ser médico, agrega su madre.

Galdamez partió a Estados Unidos junto con su esposo cuando David tenía dos años. Aquí construyeron una nueva vida, con tres hijos más pequeños. Ella es ama de casa; su marido pinta casas. Una noche de esta semana, después de que él regresara a casa del trabajo, ella lo recibió llorando en su habitación, desesperada por ver a su hijo. Así, pagaron $4.000 para contrabandear a David hacia el norte. Tienen una habitación lista para él, y ella le ha hecho pupusas. “Lo voy a ayudar hasta el día de mi muerte”, asegura por teléfono desde su casa en Columbus, donde aguarda la llamada de la trabajadora social sobre cuándo y cómo podría reclamar a su hijo.

Backpacks, purses and a belt lying in the dirt

Galdamez pide que se le envíe por correo la copia polvorienta del certificado de nacimiento de su hijo. Ella espera que le ayude a permanecer legalmente en Estados Unidos. “Él tiene sus pruebas”, agrega. “No estoy aquí legalmente, pero nunca he hecho nada contra este país”.

Antes de salir de la orilla del río, los migrantes reciben bolsas de plástico con la etiqueta “Seguridad Nacional” y etiquetas gubernamentales de “control de equipaje” para sus pertenencias. El viento nocturno arrebata algunas y las esparce entre los arbustos, incluida una que pertenece a Jacsi Carranza Novoa de Honduras, de nueve años, cuya etiqueta dice que llegó sola.

Algunas de las bolsas de objetos personales acompañan a jóvenes como Jacsi hasta los refugios federales. Otras son devueltas a las familias migrantes y entregadas a una iglesia local donde reciben alimentos y ropas donadas, así como tarjetas de oración que dicen: “No veo el camino por delante de mí. No puedo saber con certeza dónde terminará”.

No todas llegan a la iglesia. Las bolsas pertenecientes a migrantes expulsados a México quedan a la deriva en los puentes fronterizos.

A Border Patrol agent bends over to take a plastic bag of personal items from a migrant woman sitting on the ground

Al pie del puente en Reynosa, México, las familias migrantes, muchas de las cuales todavía llevan pulseras emitidas por la Patrulla Fronteriza, abren sus maletas solo para descubrir que han perdido más que una oportunidad de una nueva vida. “No tenemos teléfonos ni nada para comunicarnos con la gente. ¿Qué podemos hacer?”, afirma Norma Nájera Pérez, de 23 años, tendiéndole las manos vacías a su hija, Sandy Ortega Nájera. La niña de siete años lleva una pulsera que dice “Propiedad: ninguna”.

“Dejamos todo en el río”, relata César García, de 50 años, un operador de maquinaria guatemalteco que cruzó el Río Grande con sus tres hijos, de ocho, diez y 12 años, con la esperanza de reunirse con su esposa en Los Ángeles.

A group of people in inflatable rafts landing on a riverbank

Reynosa es un centro de cárteles donde los migrantes centroamericanos son presa fácil. Quienes permanecen cerca del puente corren el riesgo de ser asaltados, secuestrados y extorsionados. Pero también lo son aquellos que intentan irse en taxi. Son pocos los que pueden pagar la tarifa.

“¿Dónde se supone que iremos sin dinero?”, pregunta Nájera. “Tengo miedo de pasar la noche aquí”.

“Muchos no tienen hogares a los que regresar”, agrega Yan Alfaro, un guatemalteco de 17 años.

Decenas de migrantes acampan juntos en un parque cercano. Extienden sus pocas pertenencias por el suelo de cemento de una glorieta y reflexionan sobre qué hacer a continuación. Añoran los celulares mexicanos, los bocadillos y los pesos que arrojaron apresuradamente en el polvo de la ribera opuesta, en esa tierra que no los acepta.

Fuente: marcrixnoticias

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