La batalla del indigenismo y nuestra sociedad malinchista

México ha transitado a lo largo de su historia sumido en la dicotomía de nuestro orgullo prehispánico y la superioridad europea impregnada en nuestra sangre.

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En una encuesta privada hecha a 24 jóvenes de segundo de preparatoria sobre lo que deseaban hacer al finalizar el bachillerato, todos, pertenecientes a una escuela privada del sur de la Ciudad de México, respondieron que su deseo y anhelo era el de cursar estudios profesionales en el extranjero, con el propósito de residir después fuera de México: sí, el 100 por ciento de los encuestados. Es una pequeña muestra que se recolecta en la misma semana en que dos de las contendientes a alcanzar la candidatura a la Presidencia por la alianza opositora, se presentaron a la inscripción de su registro vestidas con huipil y con alusiones expresas a su pasado indígena.

México ha transitado a lo largo de su historia sumido en esa dicotomía: la de nuestro orgullo prehispánico, y la de esa ofensiva superioridad europea impregnada en nuestra sangre; la de las modas del indigenismo oficialista –que hizo presente Esther Zuno cada noche que acudía a una celebración vestida de tehuana, o que el Gobierno de la Ciudad ha pretendido hacer efectivo este lustro al desterrar a Cristóbal Colón de la avenida Paseo de la Reforma–, y la inigualable y mundialmente exitosa venta de tintes para el cabello en tonos de color rubio y castaño claro, las cremas blanqueadoras para la piel y un sinnúmero de artilugios para resaltar el grado más elemental de ascendencia europea que los mexicanos llevemos en nuestro ADN.

No le deja de asistir la razón al presidente cada mañana cuando se refiere con hastío a este fenómeno, que doblega y disminuye a la gran mayoría de la población frente a sí misma. Pero produce confusión al no llamarlo por su nombre y señalarlo con apelativos que sólo generan un encono entre aquellos a los que, precisamente, pretende asimilar. Digamos que, identifica bien el problema, pero falla en el establecimiento de una estrategia efectiva para superar ese padecimiento social que nuestro país enfrenta desde la llegada misma de los españoles a este continente; ese dilema del que no podemos escapar, por ser en nuestra esencia una patria mestiza, inmersa en ese proceso de mestizaje inconcluso que produjo nuestra independencia.

Sin embargo, claro resulta ser que la división social que desde su nacimiento enfrenta la nación no se remediará por decreto, ni mucho menos mediante el impulso de programas sociales concebidos con la ilusa pretensión de reposicionar el estatus de las grandes masas de gente pobre, mayoritariamente indígena y marginada, con dádivas y limosnas que les ofrecen un alivio temporal a sus penurias, pero nunca un pase de acceso al rango psicosocial al que aspiran los “aspiracionistas”: la única manera de resolver el problema desde la raíz, es elevando su condición social con educación, trabajo y éxito; con el mejoramiento de calidad de la publicidad o de las herramientas que habiliten el conocimiento público de su historia, lenguaje y tradiciones.

A la mitad del sexenio del presidente Salinas de Gortari se engendró la idea genial de suscribir un tratado comercial con Estados Unidos y Canadá: el TLCAN. Se trataba de una misión que parecía imposible, dadas las enormes asimetrías existentes entre los dos mercados anglosajones y México. Con el propósito de romper con esa concepción desventajosa para México, se impulsaron acciones para remediar el fenómeno de distanciamiento social y cultural que existía entre esa sociedad mayoritariamente europea y la nuestra, mestiza. El gobierno emprendió una campaña de reposicionamiento de la imagen del país, y exportó la riquísima historia y cultura de México a cada rincón de Estados Unidos: se trasladó a Norteamérica la exposición “México: esplendores de 30 siglos”. Una explicación arqueológica que demostró la riqueza cultural de nuestro país y que, por su éxito, logró posicionarnos y ponernos de moda frente a ellos. Los americanos quedaron boquiabiertos y embelesados; el presidente demostró, con altura de miras, el gran papel que podía jugar nuestro país en esa asociación virtuosa con sus vecinos continentales. Es una pena que esa decisión, sumamente exitosa en su momento, no se hubiera continuado.

Se antoja muy saludable –por decir lo menos– la posible llegada de una representante indígena a la contienda electoral en la búsqueda de la presidencia de la República. Sería muy afortunado para México tener en esa posición a una persona que legítimamente pueda impulsar acciones de gobierno, asertivas, directamente encaminadas a remediar este problema al que venimos refiriéndonos: el de la discriminación –para llamarlo de una vez por todas con el nombre que realmente le corresponde.

Habrá que ver, sin embargo, qué ruta es la que acaba por imponerse: una continuación de la cuarta transformación, a través del sendero del empoderamiento de clases sin cimientos que lo sostengan, mediante programas económicos insostenibles que no atacan el problema de raíz; o, el emprendimiento de la dignificación de una clase social, mediante programas de educación y divulgación de la cultura que los formen y capaciten, y al mismo tiempo enseñen al resto de los mexicanos desconocedores de su historia y geografía, la riqueza de sus tradiciones.

Difícilmente los mexicanos más beneficiados por el desarrollo del país llegarán a sentir orgullo por los menos privilegiados, mientras su cultura y tradiciones se desconozcan y su vida no se dignifique. Y dignificar no puede entenderse como sinónimo de aislar y respetar, sino más bien como entender, adaptar y asimilar; un proceso, éste, que facilitaría la apropiación nacional de la cultura de nuestros pueblos indígenas, a sabiendas de que el proceso de mestizaje y democratización de México continúa en evolución.

Una gran diferencia existe entre la manera en que los neozelandeses han hecho suya la cultura maori, que comparten con el mundo en cada celebración deportiva, y la forma en que se han constituido reservas territoriales para pueblos navajos, o concesiones hoteleras y de casinos para miccosukees y seminolas en Estados Unidos.

Debe estar por venir un buen momento para redefinir qué lectura y redacción se debe conceder a ese derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas que contempla el artículo 2º constitucional, porque si México demanda una transformación social para favorecer a los mexicanos más pobres, esto debe de ser a través de su integración al resto del progreso del país, y no mediante la conservación de su atraso y la segregación de sus territorios, ahora inaccesibles.

El autor es abogado especialista en materia constitucional y amparo.

Fuente: elfinanciero

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