A Pedro Flores, el crimen le ha estrechado la vida hasta el punto de que una nueva cosecha de chiles habaneros puede significar una alegría decente. Golpeado como pocos, Flores, de 53 años, originario de Aguililla, en Michoacán, ha visto caer a dos de sus hijos a manos de delincuentes. También a su esposa. A dos tíos, varios primos… La mayoría fueron asesinados. A su esposa y una hija les alcanzaron balas perdidas. El crimen organizado le arrebató unos terrenos en su pueblo. O las autodefensas: no lo sabe y si lo sabe no lo dice. En todo caso, cuenta, son todos lo mismo. “Si te dicen salte te tienes que ir”, zanja.

Flores narra su tragedia desde la huerta de chiles que cuida, en Apatzingán. Le prestan el terreno y de lo que saca con las plantas cuida de sus padres, dos ancianos que después de toda una vida en Aguililla salieron huyendo el año pasado, cuando los criminales tomaron el rancho familiar. “Llegaron y dijeron ‘te tienes que ir’. Así es, te van a correr o te van a matar”, cuenta. Para Flores, el motivo del despojo apunta al control territorial. “A ellos les interesan las casas y los vehículos”, dice.

Aunque las raíces de la disputa en la zona son profundas, Aguililla, puente entre la sierra y la costa de Michoacán, vive asediada por un conflicto encarnizado entre grupos armados desde finales del año pasado. La carretera que une la cabecera municipal con Apatzingán amanece con zanjas cada pocos días, estrategia de los grupos en pugna para evitar el avance de sus contrarios. No hay claridad en los bandos. Por un lado, una federación de viejas mafias michoacanas y residuos de grupos autodefensa, Carteles Unidos, tratan de afianzar su posición en la sierra. Y por otro, uno o varios grupos que representan —o aseguran representar— al clan de clanes, el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), parecen tratar de desalojar a sus rivales.

No está muy claro quién juega qué papel en la región sierra-costa. Para los vecinos, la confusión carece de toda importancia, la realidad se impone en forma de despojo. Es el caso de María, una vecina de una de las comunidades de Aguililla, cercana a la carretera que conduce a Apatzingán. María prefiere ocultar su nombre, su edad y cualquier dato que pueda identificarla. Hace cuatro días, cuenta, tuvieron que abandonar su casa. “Llegaron y dijeron ‘sálganse, se tienen que ir’. ¿Y qué vas a hacer?”, dice.

María cuenta su historia desde el sofá de una habitación de hotel en Apatzingán, con la mirada enganchada a la puerta del cuarto y la pantalla de su celular. Su hermana manda mensajes cada pocos minutos, dándole ideas de lo que podría pasar si alguien sabe que está contando algo. Y así, lo que dice parece lejano, como si en vez de haberlo vivido lo hubiera visto a la distancia.

“Ellos llegan en sus camionetas a las casas que ellos quieren. A las casas que ellos consideran que desde ahí pueden ver mejor. A la casa de mi mamá llegaron y lo mismo. Y ella es una viejita. Ocuparon su casa. Y está canijo, los tienes que dejar y no les importa nada”, explica.

Como nexo entre la sierra y la costa, Aguililla resulta clave para los grupos criminales. A menos de dos meses de las elecciones municipales y estatales, las mafias tratan de alcanzar un espacio inmejorable para controlar las rutas al litoral. No solo por las drogas, también por las minas de hierro de la zona y la riqueza maderera de los bosques. Así, Aguililla no es solo Aguililla, son sus brechas y comunidades, ranchos como el de María, devenido en parte del escenario criminal, con sus casas convertidas en trincheras.

Ajena a toda concreción, la crisis de desplazados en la región se agrava sin que las autoridades intuyan su tamaño. El religioso Gregorio López, conocido en Apatzingán como Padre Goyo, explica que solo en enero enlistaron a 455 personas que llegaron al municipio, producto de la violencia en la sierra. López, suspendido del sacerdocio por rencillas con sus superiores, ha acogido y repartido a decenas de ellos en casas refugio del pueblo, a la espera de una solución que no parece llegar. “Después de los 455 de enero, llegaron cerca de 1.000 personas que no quisieron ser enlistadas por el temor de ser ubicados por la delincuencia”, cuenta.

Para María, volver no es una solución. Ni ahora ni dentro de un mes ni, asegura, el año que viene. Porque nadie quiere atender el problema fuera de lógicas políticas. Ahora, dice, la carretera estará bien por la visita del viernes. María se refiere a la visita del nuncio apostólico en México, Franco Coppola, que visitará Aguililla el viernes, según ha informado la Diócesis de Apatzingán. De acuerdo con María, en el momento en que Coppola esté de vuelta en Apatzingán, los criminales volverán a trocear la carretera. Y si los policías intentan mantenerla abierta —cosa que le parece poco probable— volverán con “los drones”. Este martes, policías estatales resultaron heridos después de un ataque con un dron explosivo en la carretera. Al menos eso denunciaron los policías.

Flores tampoco ve sentido alguno en la vuelta. Él y su familia se quedaron sin nada. El terreno que les quitaron en Aguililla, en sus manos desde hacía varias generaciones, solo les trae malos recuerdos. El despojo solo fue la última afrenta. Antes, en octubre del año pasado, un hijo, una tía y un tío murieron allí acribillados. “Se quedaron con todo”, dice. Esa palabra, todo, resulta pequeña en sus labios, como si no alcanzara a describir ni la mitad de lo perdido.

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