Injusticia histórica: el emperador hispano al que el Imperio romano quiso borrar de la historia

Tras su muerte, el Senado barajó la posibilidad de someter a Publio Elio Adriano a una 'damnatio memoriae'

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Se llamaba Publio Elio Adriano, se asume que nació en Itálica (cerca de Sevilla), y fue un líder cargado de muchos claros y otros tantos oscuros. Dadivoso con sus amigos y bondadoso con el pueblo, las crónicas narran también que multiplicó las condenas a muerte en la ‘urbs eterna’ y que arremetió contra todo aquel que pudiera amenazar su derecho a la poltrona. ¿Verdad o mito? Imposible saberlo si nos basamos en unos textos clásicos trufados de opiniones personales y fobias varias. Con todo, lo que ha prevalecido es que fue uno de los cinco ‘emperadores buenos’ del viejo Imperio romano. Y eso, a pesar de que el Senado quiso someterle a una ‘damnatio memoriae’: su eliminación absoluta del pasado.

La cara

Pero que no les engañen porque, por mucho que les duela a los negrolegendarios, las fuentes clásicas corroboran que Adriano fue un emperador magnánimo. Ejemplos los hay a cientos en los textos clásicos. Desde que se sentó en la poltrona, el nuevo emperador se mostró dadivoso con los estratos más bajos de la sociedad; a los niños pobres, por poner un caso, les aumentó la cantidad de alimentos que recibían. Por si fuera poco, redujo el dinero que los grupos sociales más modestos debían al tesoro imperial y fue liberal en extremo con sus donativos. ¿Populista? Resulta imposible saberlo; pero los hechos son los hechos.

Hasta tal punto quiso contentar a la población, que entregó la duodécima parte de los bienes de sus padres a los hijos de los proscritos. En ese sentido, las escasas crónicas que existen sobre él coinciden en que el centro de sus desvelos durante los veinte años y once meses que permaneció en la cúspide de Roma fueron sus súbditos. «Prohibió que los amos mataran a sus esclavos y ordenó que fueran los jueces quien los condenaran, si eran dignos de condena», confirma la ‘Historia Augusta’. En resumen, «despreció a aquellos que trataban de privarle de la satisfacción de ser bondadoso bajo el pretexto de que así preservaba su dignidad imperial».

Y eso tan solo a nivel social. En lo que a la modernización de Roma respecta, Adriano ordenó construir edificios que hoy han pasado a la historia y han forjado el legado cultural de la Ciudad Eterna. Desde el templo de Venus, hasta el Panteón. La residencia de descanso que levantó en Tivoli, a unos veinte kilómetros de la capital, es considerada por los expertos como una de las joyas más relucientes de Italia por su mezcla de estilos arquitectónicos, su belleza y sus gigantescas dimensiones. En la práctica, embelleció la ‘urbs eterna’ en una era en que otros imperios amenazaban sus fronteras. Que vaya si se dice pronto, por mucho que cueste.

Aunque hubo un ámbito en el que Adriano destacó sobre el resto: esa necesidad cuasi obsesiva de visitar todos los territorios bajo su corona. Según recoge la ‘Historia Augusta’, «era tan aficionado a los viajes que quería aprender personalmente todo lo que había leído sobre los distintos lugares del mundo». Hasta sus dominios se desplazaba siempre con la cabeza descubierta, aunque fuera «soportando fríos y tempestades», para que sus súbditos le distinguieran. Además, se negaba a hacer los trayectos en carroza, pues consideraba que las opulentas comitivas turbaban a la sociedad y le hacían estar lejos del pueblo llano; él prefería la normalidad del caballo.

Los datos estremecen. De sus 21 años de reinado, Adriano dedicó ocho a recorrer las provincias romanas. Aquellas largas vacaciones alejadas de la Ciudad Eterna le permitieron reforzar las fronteras del Imperio, desplazar legiones sobre el terreno, saciar su curiosidad y hasta encontrar el amor.

Y la cruz

¿Cuándo nació, entonces, la leyenda negra de Adriano? La realidad es que fue durante su última etapa cuando se ganó los recelos de sus súbditos. Y todo, según parece, motivado por la pésima salud que le acompañaba; o así lo explicó la ‘Historia Augusta’. En el ocaso de su vida, el gran líder se vio doblegado por una larga y dolorosa enfermedad. Uno de los primeros síntomas que sufrió fue la falta de aire; una disnea, en términos médicos, que fue en aumento y le impidió subir los pocos escalones de su villa. A continuación, llegaron los problemas de corazón. Al final, la situación era tan penosa que dio algunos discursos tumbado. Su médico, Hermógenes, le diagnosticó hidropesía cardíaca, y parece que acertó.

Aquella dolencia le agrió el carácter. O eso narraron las crónicas… Entre los personajes que sufrieron su ira se halló Lucio Julio Urso Serviano, un senador de 90 años que había servido de forma intachable a Trajano. Adriano, que no había engendrado hijos, le barajó como posible sucesor, pero declinó la idea debido a su avanzada edad. Otro tanto hizo con el nieto del anciano, aunque, en este caso, por su inexperiencia. Cuando seleccionó a Lucio Elio César como heredero, ordenó ejecutar a ambos porque actuaban «como aspirantes al trono obsequiando con cenas a los esclavos imperiales y sentándose en el escaño real».

Las últimas palabras del condenado antes de morir fueron estremecedoras: «¡Dioses, bien sabéis que no soy culpable de ningún delito! Y en cuanto a Adriano, he aquí mi único ruego: que desee largamente la muerte y no la pueda obtener».

Estas sentencias de muerte se unieron a las ignominias perpetradas contra otros tantos rivales políticos a lo largo de su vida. Algunos de ellos, miembros del Senado que, aunque adversarios políticos, jamás le habían chistado. Y otros tantos, viejos camaradas que le habían aupado hasta el poder. «Precipitó en la indigencia a Eudemón, anteriormente cómplice de su ascenso al trono; obligó a Polieno y a Marcelo a que se dieran una muerte voluntaria, zahirió a Heliodoro con libelos infamantes y permitió que Ticiano fuera acusado como culpable de un intento de usurpación y que se le proscribiera. Persiguió encarnecidamente a Umidio Cuadrato, Catilo Severo y Turbón», inciden los textos clásicos.

Aunque es posible que todo sea parte de una leyenda negra transmitida por sus enemigos, dictó también decenas de condenas a muerte en sus últimos días, aunque no vivió para verlas. Y es que, tras la muerte de Lucio Elio César por culpa de una rara enfermedad, el nuevo sucesor, Tito Aurelio Fulvo Boyonio Antonino –el futuro Antonino Pío– las canceló a sus espaldas.

Adriano expiró su último aliento el 10 de julio del 138 d.C. Se marchó harto de pedir a sus sirvientes que acabaran con su sufrimiento. Nadie se atrevió. Para lo que sí tuvo arrestos el Senado, con el que había mantenido varios encontronazos, fue para barajar la posibilidad de someterle a la ‘damnatio memoriae’ o ‘condena de la memoria’: la destrucción de su recuerdo mediante la eliminación de cualquier monumento, escrito, inscripción o imagen que recordara a su reinado y a su persona. Solo abandonaron sus intenciones cuando Antonino les planteó la siguiente disyuntiva: «Pues bien, no os gobernaré si a vuestros ojos Adriano se ha convertido en objeto de odio y enemigo público. Y es que, en tal caso, tendréis que anular todos sus actos, uno de los cuales fue mi adopción». Gracias a él, el segundo emperador hispano permanece todavía entre nosotros.

Fuente: ABC

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