Harvard, escuela y violencia

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Los gobiernos muy poco han permitido, y menos impulsado, que las escuelas se transformen en comunidades fuertes capaces de ser alternativas culturales y políticas a la imparable violencia que vivimos. Cuando la entonces colonial ciudad de Cambridge quiso agasajar al rector de la Universidad Harvard, le regaló un esclavo, y de manera ejemplar contribuyó así al fortalecimiento de un pasado racista que todavía hoy acosa a la sociedad estadunidense. Muchos años después, en 1942, los científicos de esa afamada escuela utilizaron la cancha de futbol para experimentar una innovación tecnológica clave para el desarrollo de las bombas incendiarias. Descubrieron que si el líquido inflamable se mezclaba con aceite de palma (de ahí el nombre de na-palm) la llamarada no se apagaría de inmediato (como ocurre con la gasolina), sino continuaría ardiendo y causando un enorme dolor, penetraría a profundidad en los tejidos humanos y otras superficies. Luego se usó masivamente en Alemania y Vietnam contra poblaciones civiles. Más tarde, en 1945 el ex rector Conant de esa universidad formó parte del comité de científicos encargado de aconsejar al presidente Truman si para someter a Japón debía o no utilizarse el artefacto atómico contra poblaciones civiles. Hay que reconocerle al ex funcionario harvardiano que fue de los pocos que introdujo la discusión sobre la enorme cantidad de víctimas, niños, mujeres y ancianos que previsiblemente morirían o padecerían durante años los efectos de la radiación. Pero no se opuso a que se utilizara. Se argumentó que ya ciudades y civiles estaban siendo sistemáticamente arrasados con el uso de miles de bombas incendiarias y el propicio combustible que proveía la tradición japonesa de construir sus casas livianas y de madera. De esta manera, al no hacerse el esfuerzo por vincular la ciencia y las humanidades, la escuela giró entorno a los más bárbaros principios que impone el pragmatismo bélico. Más tarde –la ironía–, ese mismo ex rector fue embajador de Estados Unidos en Japón y, lo más importante para México, sus innovaciones y las concepciones educativas que guiaron su periodo en la Universidad Harvard tuvieron un fuerte impacto en la educación de nuestro país a partir de la década neoliberal de los 90.

Conant era un agresivo modernizador y consideró que Harvard vería declinar su estrella si, atado como estaba a la rancia aristocracia, seguía limitada a educar a los frívolos hijos y nietos de los grandes financieros e industriales, y se propuso atraer a los hijos de las emergentes clases medias altas de todo el país, que estaban dando a la economía y la política estadunidense un inusitado dinamismo. Para eso, el mérito individual y no la cuna familiar debía ser el criterio de admisión. El uso de los exámenes de opción múltiple se consideró entonces como medida exacta del mérito individual y comenzó a aplicarse. Pero si en Estados Unidos el examen estandarizado organizaba la competencia entre iguales –todos de clase media alta–, en México el resultado fue un desastre social, porque esa comparativamente reducida clase media encontró en esa prueba una vía para acceder de manera aún más preferente a la mejor educación superior, pero a costa de reducir las oportunidades para las hijas e hijos de las clases populares.

Varias jovencitas se suicidaron –y se culpó a los padres– y las protestas llevaron a la Universidad Nacional Autónoma de México a una larga huelga estudiantil (1999). Los sucesivos gobiernos, incluido al actual, a través de su participación directa en el Ceneval, han continuado con la política de Conant, que emerge de una profunda historia de racismo, de ánimo militarista y de científico desprecio por la vida humana. Se insistió también acá en abrir un abismo entre ciencia y humanidades, y alguna universidad pública y autónoma mexicana incluso se unió al esfuerzo científico bélico industrial estadunidense. Se alejó así aún más de la idea de considerar a la escuela como proyecto ético, democrático y cultural de las comunidades, donde la cultura, la real participación democrática, el ennoblecimiento de las personas, niñas, niños, jóvenes son la vía más de fondo para detener la violencia en México. Sobre todo, cuando es claro que no han sido solución suficiente ni el dinero (becas y salarios a los muchachos) ni los exhortos y buenas intenciones ni la llegada de un nuevo y distinto gobierno y tampoco el uso de la tecnología más avanzada. Como han mostrado las comunidades que se defienden (Cherán, las zapatistas, por ejemplo), ésta es una vía cultural y política muy poderosa contra la violencia porque convoca a todos, se basa en la incorporación de todos a la participación y democracia de abajo, pero para eso hay que cancelar políticas hostiles contra las y los niños y jóvenes y las y los maestros. No basta con que no regresen los de antes; también hay que deshacer su herencia y concepción de la educación.

Fuente: jornada

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