El festín de la violencia, la crisis de las cifras y los porqués

No compartir el “pensamiento único” de quien gobierna o de los poderosos en general, nos pone en trances y bretes

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Aquellos que “abjuran” la violencia pueden hacerlo solo porque otros están cometiendo violencia en su nombre.

George Orwell.

La muerte es un acontecimiento inevitable y universal, pero en el caso mexicano entraña una delectación por la violencia, su normalización y el triunfo de la estadística sobre el drama humano del asesinato, la tortura, las desapariciones.

Pareciera que la enjundia de nuestra sociedad estriba en mancillar la existencia, banalizando el ultraje que finiquita el último aliento en los seres humanos. Nos aniquilamos con razón y sin ella. Nos exterminamos por deseo y avaricia. Inmolamos a los opositores, los adversarios, los objetores.

De atenernos a las cifras somos una cultura del exterminio y el sacrificio. Sin duda deben revisarse los montos de los delitos y actualizar los números a la luz de nuevas evidencias, pero tendemos a minimizar las razones de los crímenes: “son drogadictos y hay drogas de por medio”, “existe nexo de los ultimados con el crimen organizado”, “son delincuentes”, “hay imprudencia y hasta provocación”, entre una siniestra retahíla de falsas e inmorales justificaciones de lo inconcebible: los homicidios.

El régimen se exculpa con la perorata de que “la descomposición viene de muy atrás”, “son los efectos del neoliberalismo”, “nos atacan nuestros adversarios”, en un etcétera que no termina jamás de lavarse las manos. Los expresidentes del PRIAN guardan ominoso silencio, cuando no, cínicamente, se ufanan de sus resultados. ¿Será que todo se reduce a guarismos y cifras?

Y los procesos de averiguación de la Fiscalía General de la República y de las correspondientes de las entidades federativas no suelen ofrecer resultados: se establecen comisiones, se preparan informes, y se organizan despliegues mediáticos, pareciera, orientados a desinformar, confundir, “ganar tiempo”, máxima de la incompetencia del Estado mexicano y sus instituciones, en los tres órdenes de gobierno. La tragedia reciente de Salvatierra (Guanajuato) alcanza la condición de emblemática del imperio de la brutalidad.

Lo mismo ocurre con las insolubles masacres de Ayotnizapa o Aguas Blancas (Guerrero; 2014 y 1995) y Acteal (Chiapas, 1997) o la cercana escenificación de una escalofriante “Fuenteovejuna” en Texcaltitlán (Estado de México) que abona con 10 personas secuestradas al número pasmoso de reportes de desaparecidos que en el sexenio actual oscila sin pudor de los 113,468 (dato de Karla Quintana Osuna, extitular de la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas de la Secretaría de Gobernación) a los 12,377 (dato de AMLO) dependiendo quien construya el monto de registros de personas sin localizar.

Con Séneca, “la muerte es la gran aleccionadora de la vida”.

Pretender identificar la totalidad de episodios que ponen en riesgo a personas y comunidades, a nivel de su desaparición, liquidación o exterminio, así sea en la modestia de un listado, es de una ingenuidad absoluta.

La violencia ha acompañado a todos y cada uno de los regímenes a partir del porfiriato y su “mátalos en caliente” (instrucción que se supone mandó el presidente Díaz en telegrama cifrado al general y gobernador de Veracruz Luis Mier y Terán durante el motín del buque la Libertad en 1879) hasta el desasosiego de los tiempos actuales.

En ocasiones el desarrollismo económico ha minimizado y silenciado los casos de persecución, explotación y asesinato, lo mismo a sujetos individuales (líderes políticos, agraristas, ambientalistas y periodistas) que a movimientos sociales (campesinos, ferrocarrileros, médicos, estudiantes, indígenas).

No compartir el “pensamiento único” de quien gobierna o de los poderosos en general, nos pone en trances y bretes, asumámoslo por convicción cívica. Seamos ciudadanos.

POR: LUIS IGNACIO SÁINZ

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