SUS AÑOS DE ORFANATO, EN PRIMERA PERSONA

Marilyn Monroe: «Descubrí el sexo con nueve años. Él murmuraba que fuera buena chica» Una madre enferma mental, orfanatos, abusos sexuales... en 1954, Marilyn desnudó su alma al escritor Ben Hecht para que escribiera sus memorias. Se editaron 20 años después y en España pasaron inadvertidas. My story, el testimonio de su infancia, da voz al mito. Marilyn contada por ella misma.

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Tenía siete años y pensaba que las personan con las que vivía eran mis padres. Las llamaba ‘papá’ y ‘mamá’ . La mujer me dijo en cierta ocasión: «No me llames ‘mamá’ , ya eres mayor para saberlo. Sólo vives aquí»

No eran mezquinos, eran pobres. No tenían siquiera para sus hijos. Yo lavaba platos, fregaba suelos y hacía recados. «Tu mamá vendrá a visitarte mañana –añadió la mujer–. La puedes llamar ‘mamá’ si lo deseas».alternative textLa niña que quería ser querida.La pequeña Norma Jean Baker a los cinco años. una niña solitaria que deseaba que le prestasen atención.

Mi madre era muy guapa y nunca sonreía. La había visto a menudo, pero no sabía bien quién era. Nunca me había besado ni sostenido en brazos, y apenas me había hablado. No sabía nada de ella. Años después, me enteré de que su padre y su abuela murieron en un manicomio, de que su hermano se suicidó y de que había otros fantasmas en la familia. Se casó con 15 años, tuvo dos hijos y trabajó en un gran estudio cortando negativos. Un día llegó a casa antes de lo normal y encontró a su marido con otra. Hubo una pelea y él se fue dando un portazo. Regresó un día y se llevó a los niños.

Como estaba demasiado enferma para cuidarme y era incapaz de mantener su trabajo, pagaba cinco dólares semanales a la familia que me acogía en su hogar. De vez en cuando, me llevaba a su piso. Solo me hablaba para decir: «No hagas ruido, Norma».

«Aprendí a no molestar, a no quejarme ni pedir anda. Para bañarnos, usábamos todos la misma agua. Y yo siempre era la última»

Había una foto en la pared que siempre me fascinó. Un día, me dijo: «Es tu padre –saber que tenía un padre fue una sensación deliciosa–. Murió en un accidente de coche en Nueva York». No la creí. Le pregunté su nombre. No respondió: se metió en su cuarto y se encerró con llave. Años más tarde averigüé cómo se llamaba y muchas cosas más: que vivía en el mismo edificio de mi madre, que se enamoraron, que la abandonó cuando yo estaba en camino, que no llegó a verme. Fue mi primer momento de felicidad: encontrar la fotografía de mi padre.alternative textLa madre enferma. Norma Jean Baker en la playa con su madre, Gladys Baker, antes de cumplir los tres años.

Mi madre encontró otra pareja para que se ocupara de mí. Eran ingleses y necesitaban los cinco dólares semanales. Un día, nos visitó mi madre. «Voy a construir una casa para las dos –dijo–. Estará pintada de blanco y tendrá un patio detrás». Nos mudamos los cuatro. Tuve una habitación para mí. Era mi primer hogar. Un día llegó un gran piano de segunda mano, algo viejo pero imponente. Iba a tomar lecciones. «Tocarás el piano junto al ventanal -dijo mi madre–. A cada lado de la chimenea pondremos un sofá y nos sentaremos todos a escucharte».

«Mi madre jamás sonreía. Nunca me besó ni me sostuvo entre sus brazos. Luego me enteré de que su padre y su abuela habían muerto en un manicomio»

Una mañana, mientras desayunábamos, los ingleses y yo oímos un estruendo en la escalera. La mujer me agarró, su marido salió y regresó al rato. «He avisado a la Policía y a una ambulancia», dijo. Nadie quería que la viera, pero salí al vestíbulo. Mi madre chillaba y reía. Se la llevaron al psiquiátrico de Norwalk, el mismo donde habían acabado su padre y su abuela. Desaparecieron los muebles, el piano y la pareja de ingleses. Me trasladaron a un orfanato, donde me pusieron un vestido azul, un cinturón blanco y zapatos de suelas pesadas. Años más tarde, cuando empecé a ganar dinero posando para fotógrafos, busqué el piano. Un año después lo encontré en una vieja tienda de subastas. Ahora lo tengo en mi casa de Hollywood.

La mejor amiga de mi madre se llamaba Grace. Fue una auténtica tía para mí. Aunque no tenía dinero y se pasaba el día buscando trabajo, cuando se llevaron a mi madre, se convirtió en mi tutora legal. Fue la primera persona que pasó la mano por mi cabeza o me acarició la mejilla. Aún recuerdo la emoción que me produjo. Tenía ocho años.

Cuando se quedaba sin blanca, vivíamos de pan duro y leche. Hacíamos cola durante horas para llenar un saco de mendrugos. «No te preocupes, Norma Jean, serás una chica preciosa cuando seas mayor. Lo noto en mis venas», me decía.alternative textEl matrimonio como escapatoria. En 1942, Norma Jean, de 16 años, se casó con Jim Dougherty, de 21. Ella solo quería escapar del orfanato. Duraron cuatro años.

A menudo me sentía sola y deseaba morir. Intentaba animarme con fantasías. Imaginé que atraía la atención de alguien, que me miraba y decía mi nombre. En la iglesia los domingos, tan pronto como me arrodillaba en el reclinatorio y los feligreses cantaban un himno, surgía el impulso de quitarme la ropa. Deseaba permanecer en pie desnuda para Dios y que todos lo vieran. Apretaba los dientes, me sentaba sobre mis manos y a veces tenía que rezar mucho y pedirle a Dios que me detuviera. Soñar que la gente me miraba hacía que me sintiese menos sola. Tal vez deseaba que me vieran desnuda porque me avergonzaba de mis ropas: llevaba un vestido azul descolorido, siempre el mismo; un símbolo de mi pobreza. Desnuda era como las demás niñas.

«Grace, la mejor amiga de mi madre, se convirtió en mi tutora. Cuando se quedaba sin blanca, vivíamos de pan duro y leche. Hacíamos cola durante horas para llenar un saco de mendrugos»

Pese a la tutoría de mi tía Grace, viví entrando y saliendo del orfanato. Viví con nueve familias durante mi orfandad legal hasta que, con 16 años, me casé. No me importaba ser la última, excepto las noches del sábado, cuando todos se bañaban. Usábamos la misma agua y yo siempre era la última. Una de las familias era tan pobre que me reñían por tirar de la cadena.alternative textDe Norma Jean a Miss Monroe. En 1950, cuando hizo esta sesión de fotos en un parque de Los Ángeles, tenía 24 años. En su blusa llevaba grabadas las iniciales MM.

Aprendí a no molestar, a no quejarme ni pedir nada a nadie. Si me acusaban de algo, afrontaba el problema en silencio. Tía Grace me preguntaba cómo iban las cosas cuando venía de visita. Le decía que todo marchaba bien. Mi vestido nunca variaba: una falda azul desvaída y una blusa blanca. Tenía dos piezas de cada prenda, pero todos creían que era la misma ropa. Soñaba que llegaría a ser tan bella que la gente volvería la cabeza para mirarme por la calle.

Descubrí el sexo sin hacer ninguna pregunta. Tenía nueve años y vivía con una familia que alquilaba una habitación a un tipo llamado Kimmel. Todos lo respetaban. Un día pasaba por delante de su cuarto cuando se abrió la puerta y me dijo con tranquilidad: «Pasa, Norma, por favor». Creía que iba a pedirme algún encargo. «¿Dónde quiere que vaya, señor Kimmel?», pregunté. «A ningún sitio –dijo cerrando la puerta; me sonrió y echó la llave–. Ahora no puedes salir», añadió como si estuviéramos jugando. Permanecí allí mirándolo. Sentía miedo, pero no me atrevía a gritar. Sabía que me devolverían al orfanato. También Kimmel lo sabía. Me rodeó con sus brazos y empecé a pegarle patadas y a luchar, pero no hice ruido. Me murmuraba que fuera una buena chica. Cuando abrió la puerta y me dejó salir, corrí a contarle a la señora de la casa lo que el señor Kimmel me había hecho. «No te atrevas a decir nada malo del señor Kimmel –me interrumpió, enfadada–. Es un caballero, el mejor de mis huéspedes». Kimmel salió de su habitación y permaneció junto a la puerta sonriendo.

A los 12 tenía el aspecto de una chica de 17, pero nadie lo sabía. Con la falda y la blusa del orfanato parecía una boba algo crecidita. No tenía dinero ni para el autobús y cada día caminaba tres kilómetros hasta la escuela. No tenía amigas. Las chicas me llamaban ‘tonta’ y se burlaban de mi vestido.

«Yo era una actriz de tercera fila, pero quería aprender. Estudié sin parar, practiqué ante el espejo, y me enamoré de mi persona, no de quien era, si no de quien iba a ser»

Una mañana encontré mis dos blusas con rotos. Le pedí a una de mis ‘hermanas’ que me prestara algo. No era tan grande como yo. Me dio un jersey. Llegué a la escuela; había empezado la clase de matemáticas. Todos me miraron como si me hubieran salido dos cabezas bajo mi apretado jersey. En el recreo, me rodeó un docena de muchachos. Miraban el jersey como a una mina de oro. Después de aquello, todo fue distinto. Las alumnas con hermanos me invitaban a sus casas y me presentaban a sus familias. Siempre había cuatro o cinco jovencitos merodeando mi casa. Jugábamos en la calle y hablábamos bajo los árboles hasta la hora de cenar.alternative text¡Usted no es fotogénica!. En 1946 firmó su primer contrato con 20th Century Fox. Despedida a los seis meses, le decían que no era fotogénica. Años más tarde, contratada de nuevo, el estudio llegó a considerarla su mayor activo.

Semanas después, me puse carmín y oscurecí mis cejas. Al llegar a la escuela, aún con el jersey mágico, desperté murmullos sin fin. En verano fui a la playa con un bañador que le pedí a mi ‘hermana’. Al quitarme la ropa sobre la arena, pensé: «Casi estoy desnuda». Empecé a andar lentamente, los jóvenes me silbaban, algunos se pusieron de pie y avanzaron para tener mejor vista. Me invadía una extraña sensación, como si fuera dos personas al mismo tiempo: la Norma Jean del orfanato que no pertenecía a nadie y otra cuyo nombre desconocía.

Por la noche, tendida en la cama, me preguntaba por qué los chicos me perseguían. No quería que se comportaran así. Tía Grace propuso una solución para mis penas: «Deberías casarte». Solo tenía 15 años. El tío y la tía con quienes estaba viviendo (el noveno lote de parientes) iban a mudarse de casa. Eso suponía que debía volver al orfanato hasta que me depositaran en otra familia.

Me casé con Jim Dougherty. Fue como retirarse a un zoológico. El matrimonio aumentó mi desinterés por el sexo. Apenas hablábamos, no teníamos nada que decirnos. Lo más importante fue acabar con mi condición de huérfana. Jim fue el paladín que me salvó de la falda azul y la blusa blanca. También acabó con mi popularidad como sirena. Los muchachos no perseguían a la señora Dougherty.alternative textUna chica de anuncio. A los 19 años ya posaba para anuncios y folletos publicitarios. Así pagaba el alquiler.

En 1944, Jim entró en la Marina mercante y yo empecé a trabajar en una fábrica de paracaídas. En la fábrica llevaba mono. Me sorprendió que insistieran en ese detalle. Es como si me hicieran trabajar con malla. Los hombres murmuraban a mi paso como los alumnos del instituto. Jim y yo nos divorciamos y me fui a vivir por mis propios medios a una habitación en Hollywood. De pronto, tenía 19 años y debía arreglármelas para trabajar. Posé para anuncios y folletos publicitarios. Conseguí el dinero para pagar el alquiler y una comida al día. Cuando eres joven y estás sana, un poco de hambre se puede soportar. Era rubia y curvilínea; había aprendido a hablar con una voz ronca como la de Marlene Dietrich, a andar con cierto descaro y a expresarme con los ojos cuando lo deseaba.

«En la fábrica llevaba mono. Me sorprendió que insistieran en ese detalle. Es como si me hicieran trabajar con malla. Los hombres murmuraban a mi paso»

Mi ambición no tenía nada que ver con ser una buena actriz. Sabía bien que era de tercera fila. Pero ¡cuánto deseaba aprender! Gasté mi sueldo en clases de declamación, de baile, de canto, compré libros, me senté a solas en mi habitación, leí guiones en voz alta frente a un espejo y me sucedió una cosa extraña. Me enamoré de mi persona, no de la que era, sino de la que iba a ser.

Recuerdo que corrí a contarle la gran noticia a tía Grace: estaba en nómina de la 20th Century Fox. El director de casting me había dicho que ideara algo más glamuroso que Norma Dougherty. «Me ha sugerido Marilyn», le conté. «Es un bonito nombre –dijo mi tía– y va bien con el apellido de soltera de tu madre». No sabía cuál era. «Monroe –me dijo–. Tengo papeles y cartas que muestran que estás emparentada con el presidente Monroe [el quinto de Estados Unidos]». Le dije: «Es un apellido maravilloso, pero no le contaré a nadie lo del presidente. Haré que valga por mis propios méritos».

Aquí acaba la historia de Norma Jean. Aquella niña triste y amargada que creció con rapidez casi nunca está fuera de mi corazón. Con el éxito rodeándome, aún siento sus ojos asustados mirando a través de los míos. Sigue diciendo «nunca viví, nunca me amaron», y a menudo me siento confundida y creo que soy yo quien lo está diciendo.

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